Según la historia que cuenta Borges, Funes el Memorioso podía recordar cada instante de su vida como si fuera el mismo momento. Eso supone que necesitó toda una vida para evocar, uno por uno, todos los amaneceres, todos los atardeceres, todos los besos, todas las penas que gozó o sufrió.
La memoria es esa arena que se nos escapa entre los dedos, dejando solamente el roce de lo que fue, a veces como un polvo fino, otras con pedacitos de lastre. El niño no recuerda sino los momentos más impactantes de su corta vida, mezclados con elementos que pudieron nacer del sueño o de la imaginación. ¿Cuánto es cierto de lo recordamos de ese Paraíso Perdido que es la infancia?
Los padres, y los abuelos aún más, conocen que su relación con los chicos tiene el futuro cierto del olvido. Todos los gestos, besos, apretones y juegos desaparecerán de la memoria de los niños, tarde o temprano. La pregunta “¿te acuerdas de...?” recibe la lacónica respuesta del “no”: en los laberintos de la mente se perdieron los recuerdos sin posibilidad alguna de retorno.
Pero cada uno de los gestos, lugares y rostros, sensaciones buenas o malas, dolores, sufrimientos y alegrías pasaron a formar parte de un bagaje más importante que el de la memoria: la personalidad que se forjó de esos recuerdos. Por ello es absolutamente inútil esperar que el ancla de lo que fue, esté todavía enterrada en la arena del fondo del mar.
El ancla sujeta al barco pero, por levarla, es que puede navegar.
Igual sucede con cada uno de nosotros: lo sucedido no está ya en la conciencia de lo que recordamos, pero armó la quilla, tejió las velas y dispuso el timón.
Por ello es que resulta dañino e intolerable suponer que las cosas pueden hacerse sin que importe su resultado, ya que al final terminarán olvidadas. Eso no sucede, sobre todo en la mente que se forma, que recibe lo sucedido como recibe el sello el rojo lacre: lo que quedó marcado, estará así para siempre.
Un poeta puede darnos respuestas que un psicólogo no podría. El mismo Borges, al referirse al Memorioso, termina diciendo: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.”
Tal vez para nosotros el olvido es una bendición; quizá, por ello, podemos revisar nuestra vida sin incurrir en el detalle absurdo que no nos permitiría vislumbrarla completa.
Publicado el 26 de diciembre de 2012