Se reúnen, en un solo momento, las horas de la niñez con los padres, la juventud y los amigos, las esperanzas, las ilusiones, las añoranzas, los sueños cumplidos y no cumplidos.
Se quedan la risa, el llanto, las fotos, los viajes, la madre, los recuerdos. Y resulta difícil, imposible, entender lo sucedido: por absurdo, por inesperado.
Mundos interiores y exteriores se conjugan a lo largo de los años para formar a cada persona, ser individual e insustituible. Cuando se va, con él muere todo un universo que nunca volverá a ser igual.
La fortaleza del padre, que día a día, mes a mes, y año a año, lucha contra el sino, con la fortaleza de la personalidad que viene del acervo no olvidado de la familia, los basamentos de las tierras del alto Cañar y de su Cuenca querida, y le sostienen, se ve quebrada por algo que no puede resolver, ni controlar, ni entender. Sin embargo, sí le queda el impulso que nace desde adentro para llevar el cofre definitivo, aunque sea por momentos.
¡A quien más que a él le corresponde! Y lo hace, transido de dolor, con lágrimas, con la vida amputada.
Pepe: querido amigo de tantas mañanas compartidas en la universidad, discutiendo con los colegas profesores de lo divino y lo humano, de lo mejor y lo peor de este mundo. Compañero de escritura en la columna de este Diario, en que has vertido tu
claro pensamiento, tu visión de la vida y de la muerte: hemos admirado tu lucha frontal con la tenaz enfermedad, que nunca te venció. ¡Qué podemos decir ahora, ante la tragedia, ante el dolor, ante la nada!
Tú, que posees la palabra directa, incisiva, precisa, a la que das el significado que corresponde, a la que has despojado de la hojarasca para dejarla pura en su esencia, sabes cuánto pesa cada letra que no significa nada, cada término que no transmite lo que querría. Tal vez por ello es que recurrimos al poeta, a Hernández, para definir el sentimiento común de tus amigos.
Publicado el 5 de septiembre de 2012
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