El viaje empezaba muy temprano porque era muy largo. Si la familia quería llegar a una hora razonable, todos debían despertar alrededor de las cuatro y media de la mañana, lo que daba tiempo suficiente para desayunar, cargar las maletas y despedirse de los abuelos.
Alrededor de las cinco y algo más, las hojas de los eucaliptos brillaban a la luz de los faros, por la recta de Ucubamba. El rocío de la fría mañana de agosto empezaba recién a reflejar las tenues luces que aparecían por las duras montanas de Challuabamba. El viaje había empezado.
Cañar se volvía un mosaico dorado cuando se veían los campos de trigo recién cultivados desde los altos de Inganilla, el paso más elevado en este viaje por la Durán-Tambo. Pese a que todos iban bastante apretados en el vehículo, se sentía el frío de la montaña, el vaho en los vidrios permitía dibujar algunas líneas, y el sol entraba a raudales. Teníamos ya un par de horas de viaje.
Vueltas más y el carro llegaba al punto en que el papá tenía que bajarse a preguntar, esperando que algún campesino estuviera en el sitio: ¿por dónde a la Costa y por donde a Quito? Y comenzaba la bajada, con un descanso en Ducur para que los grandes pudieran sostener el viaje con un seco de pollo.
La peor parte venía ahora: la bajada hacia la Costa tenía siempre niebla y las curvas mareaban a los chicos, con los resultados esperados que perturbaban a todos y llevaban, a los más pequeños, a seguir el ejemplo de los hermanos mayores. Imperiosamente el vehículo debía detenerse para que todos tomaran un poco del aire frío y húmedo que circulaba por los enormes helechos que trepaban paredes inmensas.
Un poco más y, desde arriba, se veía la llanura de la Costa, a veces soleada, la mayor parte del tiempo cubierta de nubes. No había control de velocidad cuando el vehículo se disparaba a 60 kilómetros por hora en la recta que llevaba hacia La Troncal y, más allá, al Kilómetro 26. Unas frutas costeras ayudaban a disminuir el hambre que afectaba a todos, pues la mamá había olvidado sobre la mesa de la cocina los sánduches hechos la noche anterior con tanto cuidado.
De repente, ominosa aparecía la duda más importante del viaje: ¿llegaríamos a la gabarra a tiempo? ¿No es que trabajan solamente hasta las tres de la tarde? La prisa por llegar a Durán se mostraba en la cara de preocupación de todos. Y el vehículo aceleraba su marcha, hasta unos imposibles 80 por hora.
Allí estaba: la gabarra acoderada en el muelle, esperando que llegáramos, angustiados, cansados y felices, listos para cruzar el Guayas. Parecía que íbamos llegando.
¡Y luego dicen que no hemos progresado nada!
Publicado el 25 de junio de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario