Luego del largo viaje desde Cuenca estábamos a tiempo para tomar la gabarra y cruzar el río Guayas. Esta era una aventura para cualquier persona y más aún para un chico serrano. El río era un gigante, no comparable con los torrentosos Tomebamba o Machángara, e imponía temor.
En los últimos años, un trabajador de la gabarra repartía unos viejos chalecos salvavidas hechos con balsa. Ponérselos era parte de la sensación del riesgo que suponía la travesía.
Si el vehículo en que habíamos llegado no era el carro del papá sino un viejo bus interprovincial, una vez llegado a Guayaquil enrumbaba a su propio lugar de destino pues la Terminal Terrestre aún no existía. ¡Grave circunstancia, pues ahora los adolescentes cuencanos que se habían embarcado en el proyecto de llegar a la playa, debían encontrar primero la Plaza Victoria!
Éste era un lugar lleno de gente extraña, del que partían unos buses abiertos, llenos de montubios. Hoy la “chiva” es un coqueto bus que sirve para farrear y divertirse; en ese momento era el único transporte para ir a la península de Santa Elena.
Impedir el robo de la maleta era el primero de los retos. Había formas que debían aprenderse de los amigos más conocedores: la más efectiva era permanecer sentado sobre la maleta hasta que se anunciaba la salida del bus. Entonces venía la discusión con el cobrador que quería enviarla a la parrilla, lugar del que imaginábamos saldría volando o en manos de cualquiera de los individuos que merodeaban en la zona, aún antes de que el bus hubiera enfilado hacia alguna de las calles de salida.
El viaje duraba horas, y era una mezcla de calor, viento y conversaciones ininteligibles de los compañeros de pasaje. Las paradas en los pueblitos del camino eran una oportunidad para buscar en los bolsillos algunas monedas y comprar huevos duros, mientras una caterva de vendedores se trepaba al bus, ofreciendo desde carne en palito hasta revistas Vistazo de hace seis meses.
El viaje continuaba y la llegada a Progreso –nombre rimbombante para un lugar perdido en medio del desierto- fijaba que el bus tomara a la izquierda, camino a General Villamil, más conocido como Playas. El mar estaba cerca.
La Base de San Antonio era la última parada para que bajara algún conscripto, antes de la llegada a Playas, con su gasolinera a la entrada y el león del Club de Leones como principal monumento.
¡Habíamos llegado!
Publicado el 1 de agosto de 2012
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