En el barrio, sea cual haya sido, había un lugar especial: un sitio poco limpio, pues sus paredes olían a humo y quien sabe a que otras cosas. A veces estaba inclusive dentro de una zapatería, como aquél de la calle Tarqui, entre Bolívar y Gran Colombia. Era el lugar en donde se alquilaban revistas.
A la salida de la escuela era imperativo pasar por el lugar y convencer al dueño que las alquilara para leerlas en la casa. Si esto no era posible, había que acomodarse en unos incómodos bancos de madera, arrimados a la pared que dejaba huellas blancas en la espalda, y elevarse hacia mundos mágicos.
La mezcla de personajes era increíble: Mari Juana -extraño nombre- la niña amiga de un ratón que se llamaba Sifo; el Pato Donald, sus sobrinos y el Tío Rico; Tuco y Tico, las urracas parlanchinas; el ratón Mickey, cuando se llamaba así y no Mickey Mouse; otro roedor invencible: el Super Ratón; Periquita; la Pequeña Lulú, en su pelea permanente –actualmente “de género”- para entrar en el Club de Toby que, como todos sabíamos, era un gordo insoportable, tonto y machista.
Después estaban los superhéroes, hoy reciclados en películas que pasan sin dejar huella como los de las revistas: Linterna Verde; Supermán; Batman y su pupilo Robin; el malvado Lex Luthor; y un personaje de una de las revistas del Hombre de Acero, con un nombre impronunciable, algo así como Mxsxpltxz, pero más largo, sin una sola vocal que pudiera ayudar a nombrarlo.
El zapatero convertido en librero recibía a una caterva de niños –nunca vi una chica en un lugar así- cobrándoles cantidades que suponían la mitad del fiambre diario. En ciertos casos el reclamo era necesario: ¿dónde estaba la página final de la historia? Las revistas se mantenían pegadas gracias al engrudo que utilizaba tanto para su trabajo cotidiano como para pegar las páginas desarmadas por el trajín de la lectura.
Los más viejos del barrio como aquél vecino del frente, perdedor de año recalcitrante, tenía en su “biblioteca” otra clase de revistas, duras, con imágenes que no eran las azucaradas de Disney: Chanoc, Rolando el Rabioso o Memín Pingüín. La peor de todas era Hermelinda Linda, una bruja horrenda con un ojo velado que aparece todavía en alguna pesadilla.
Amigos más intelectuales pedían otra clase de obras, algunas de vaqueros e inclusive don Marcial Lafuente, el mismo del “Romance de Curro el Palmo” de Serrat, que lo leía “por no ir tras su paso como un penitente”.
Muchos no habrán vuelto a abrir un libro desde esa época; otros recordarán que esas lecturas llevaron a devorarlos. Pero el origen está allí, en el barrio.
Publicado el 14 de noviembre de 2012
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