Le veo en la foto del diario. Cubre su cabeza una gorra con visera y lleva una especie de pasamontañas, como una reminiscencia de aquél que hizo famoso el otro mexicano, el Subcomandante Marcos. Camiseta blanca de mangas cortas y una especie de chaleco son su ropa visible.
En su mano derecha, desafiante y apuntando hacia arriba, tiene un arma. Un fusil de repetición automática. Está parado en una habitación y mira a la cámara de manera directa. ¿Tiene los ojos claros o la foto los hace ver así?
Impresiona su decisión de usar la violencia, pero más impresiona su edad: el “Ponchis” es un sicario que tiene 12 años.
Ha matado a sangre fría sin que su mano haya temblado el momento de pasar el frío cuchillo por la garganta de su víctima. También ha torturado a los enemigos del cartel de la droga para el que “trabaja” y, si tuvo que disparar, lo hizo con el fusil que, entre orgulloso y provocador, muestra en la foto.
Esa es la imagen de un niño envuelto en una espiral de violencia. Un niño-hombre que no tiene infancia y que mata directamente sin tener que utilizar, para ello, un juego de video. Lo hace de verdad.
México se encuentra conmovido por el asesino recién descubierto, que ratifica una vez más el poder de las mafias que están dispuestas a todo, hasta a corromper a los más inocentes con el objeto de llevar adelante su negocio de muerte.
Cuando vemos la fotografía nos conmueve saber que ese fusil ha matado a muchos, que ese niño es capaz de actos infames; hay otros niños como él que forman parte de nuestro entorno y que tienen una vida en la que estudian, juegan, duermen, sueñan y esperan crecer sanos y libres de la violencia, sin conocer que hay uno en México que, esta noche, tendrá en sus manos el olor de la pólvora y mañana habrá desaparecido, porque es desechable.
En este momento, la sensación de sorpresa o rabia se transforma en una pena infinita por el “Ponchis”, ese asesino infantil que aparece en la prensa como un niño con un juguete nuevo.
Publicado el 17 de noviembre de 2010
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