Antes los años viejos no se compraban, se fabricaban. El muñeco se construía buscando ropa vieja, de grandes o de chicos, a la que se zurcían las mangas para que el relleno no se escapara. El carpintero del barrio era el encargado de la entrega del aserrín que formaba el cuerpo del monigote, aunque después, cuando el aserrío se mudó del barrio, siempre pudo utilizarse papel periódico.
Por allí circula una reflexión de por qué los periódicos no desparecerán ante el avance de las computadoras: más allá de que se usen para madurar aguacates, también resultan un elemento idóneo para rellenar el año viejo que arderá, sin lugar a dudas, con grandes llamaradas.
Lo más difícil era la fabricación de la cabeza del muñeco, aunque el descubrimiento de que una media naylon podía servir, ayudó enormemente a que este serio problema fuera resuelto de manera práctica.
Por último, la careta daba la fisonomía al muñeco, siempre con una larga nariz, muchas veces con algún pañuelo que cubría la nuca, y con unos ojos de grandes cejas que miraban el futuro de manera estoica, como quien sabe que poco después llegaría el fuego.
Ningún año viejo estaba completo sin una serie de “viudas” que lloraran su muerte: trajes negros, máscaras de ocasión que cubrían siempre a varones. No recuerdo que ninguna viuda haya sido una mujer, pero sí el terror que infundían los conscriptos –más bien conocidos como cozhcos- cuando tomaban a su cargo este papel.
Las viudas estaban acompañadas de payasos, vestidos con trajes de colores, careta adecuada para su papel, un gorro puntiagudo de cartón con cintas multicolores y, por supuesto, una tremenda “morcilla” que, si el payado era grosero, no solamente estaba rellena de lana de borrego sino que tenía algo más duro en su interior.
El testamento debía ser hecho por el más jocoso de los “parientes” del año viejo. Por supuesto aprovechaba para dar puntazos a los menos queridos de la familia o del barrio, pero como leía documento que había sido “redactado” por el que será quemado, liberaba de reclamos al verdadero autor.
Al final, la quema del año viejo suponía una catarsis: se quemaban las penas, los problemas de los meses pasados, los malos ratos. Se saltaba la llama y resultaba siempre que, algún desaprensivo, también se quemaba los interiores.
Publicado el 29 de diciembre de 2010
No sé si comprar y quemar un año viejo que representa a un muñeco de la televisión pueda suponer la liberación de las penas, ni verlo desaparecer traiga las ilusiones de un nuevo año. Por mi parte me quedo con el año viejo de media cuadra.
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