La opinión pública tiene, en estos días, un solo elemento de reflexión: lo sucedido en Quito el día 30 de septiembre pasado y las graves consecuencias que produjo la actitud de grupos importantes de elementos de la Policía.
Se ha discutido hasta la saciedad si se trató de un golpe de Estado, una asonada, un levantamiento o una sublevación. Al igual que sucede en muchos aspectos de la vida política del país, antes que reflexionar sobre lo sucedido, los que opinan dan paso a posiciones que nacen de la aprobación o el rechazo al Presidente de la República.
Esta actitud, indudablemente, sesga el pensamiento y evita que éste pueda seguir por la vía de la objetividad y, por ende, la verdad de los acontecimientos queda oculta por pasiones positivas o negativas.
Sin embargo, me parece que ciertos elementos son absolutamente claros: con excepciones –que las hay- existe un rechazo frontal a que nuestra Patria pueda perder la vigencia de su sistema democrático.
Es cierto que la vivencia democrática del país es aún incipiente y llena de defectos, errores, abusos y actitudes prepotentes que se presentan en todos los estamentos de la sociedad. Sin embargo la mayoría estamos convencidos que la existencia de un Estado de Derecho es requisito para el desarrollo y un manto de protección para el reconocimiento de los derechos de los ciudadanos.
Es por ello inaceptable que ciertos grupos consideren que son incompatibles el apoyo irrestricto al sistema democrático en nuestro país, y la opinión sobre los errores que pudieron haberse producido el malhadado día 30 de septiembre, con las consiguientes responsabilidades de sus actores.
No podemos tornarnos en una sociedad maniquea: no es un enemigo de la Patria la persona que presenta un pensamiento discordante al de la verdad oficial.
Los ciudadanos debemos partir de un principio inclaudicable: la defensa del Estado de Derecho. Sin embargo, esta posición no significa que todo lo demás tenga que venir en un mismo paquete.
Las referencias a las responsabilidades de lo sucedido no presupone que el ciudadano que las argumenta sea un traidor, o esté vendido a las fuerzas más oscuras. Supone el ejercicio de un derecho, también irrenunciable: el de la opinión en libertad.
Reivindiquemos la posibilidad de que los ciudadanos puedan pensar, y exponer lo que piensan, aunque no guste, sin que sean objeto de calificativo alguno, más allá de la discusión semántica sobre el golpe o la asonada.
Publicado el 6 de octubre de 2010