miércoles, 30 de diciembre de 2015

El payaso

Allí está, en medio de la multitud, con su brillante traje de tela espejo de varios colores, el bonete puntiagudo que lleva unas cintas de papel en lo más alto, una máscara burlona que muestra unas cejas y unas mejillas pintadas de rojo. La boca tiene las comisuras en una eterna sonrisa. Los ojos rasgados parecen siempre maléficos.

En su mano lleva un arma: el chorizo relleno de lana dura, que parece contener una llave de hierro en la punta, por cómo duele el golpe.

Abre paso a la comparsa que transita por la calle el 6 de enero, como un guardia de corps de las señoritas del barrio que visten de españolas o mexicanas. 

Cuida también de las “viudas” del Año Viejo, en la noche del 31, impidiendo que algún borracho quiera propasarse con alguna de ellas porque ha olvidado que son hombres disfrazados de mujer.

Los vehículos ruedan muy lentamente por las calles céntricas: se oye ruido y música que brotan de las calles laterales y, de manera intempestiva, aparece el payaso en medio de la bocacalle. Haciendo ademanes, para toda la circulación vehicular. No dice ni una sola palabra, pero a veces lleva un silbato. Su figura impone y los conductores frenan de inmediato para que la caravana de disfrazados pase sin interrupción.

Imagen inolvidable de la primera infancia, el payaso no da risa, asusta. Su figura, que parece enorme, produce temores que llevan de inmediato a abrazar a la mamá. No  muestra ni un lejano parentesco con el payaso de circo que tiene un perrito que salta el aro y lanza contra el público un cubo lleno de serpentinas.
Este payaso de la calle parece un ser diabólico que no está dispuesto a hacer chistes. Es, simplemente, un custodio, un guardia un ser que infunde miedo.

Pasada la caravana y cuando todo ha concluido, el payaso se libera de su máscara y aparece tal cual es: el hijo adolescente del zapatero del barrio; el joven que juega vóley en la cancha de tierra que hay dos cuadras más arriba; el muchacho que acaba de salir de la conscripción para venir a ayudar a su madre en la tienda de la esquina. Ni siquiera son muy altos.  Todos, personas comunes que, por una noche y para siempre, impactaron en la mente maleable de un niño que les vio pasar.

Publicado el 30 de diciembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11737-el-payaso/

miércoles, 23 de diciembre de 2015

La Navidad venía despacio

Hubo un tiempo en que la Navidad se sentía venir muy lentamente.

Surgía en el ensayo de los villancicos de la escuela  cuando esperábamos ser elegidos para soplar el pajarito de barro medio lleno de agua, que gorjeaba en los tonos del Niño.

Estaba en ese olor a incienso y palo santo que aparecía en el mercado de San Francisco y terminaba en el pequeño brasero que humea frente a la figura del Recién Nacido.

Habitaba en la vitrina con los soldaditos de plomo de un ejército completo, que se mostraba en la calle Bolívar como algo imposible de poseer.

Se perfilaba en el cuarto de la casa cerrado desde hace semanas, donde reposaban los regalos que llegarían en la Noche Buena: un avión de armar, el libro esperado, un trompo de colores. 

Se veía venir en los trabajos manuales, con cartulina y papel brillante, para hacer una corona para el Ángel de la Estrella.

Se olía en la cocina con la torta, que la madre bañaba con coñac antes de envolverla en papel de empaque.
Aparecía intempestivamente con el primer pase del barrio  donde la niña más bonita, ataviada de azul y rosa, llevaba en sus manos una muñeca de caucho de ojos azules, vestida de Niño Dios. Y también en las barbas de San José, que picaban en el cuello.

Llegaba con la primera tarjeta, escrita a mano por un ser querido que estaba muy lejos.

Se encontraba en el pavo vivo, que aparecía en la huerta con días de anticipación y que la víspera estaría colgado de una cuerda, antes de pasar al adobo.

Se descubría en las calles cercanas a la Cruz del Vado, donde comenzaban a aparecer  los trajes de mayoral y el vestido de lunares y peineta para la pasada mayor.

Estaba en lo simple, en la familia, en la casa de los abuelos, en esa sensación que ha desaparecido y que buscamos bajo el musgo y el salvaje de un Nacimiento que sólo existe en la memoria de un momento feliz.

Publicado el 23 de diciembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11709-la-navidad-vena-a-despacio/

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Placeres olvidados

Sandokán navega por los mares de la Malasia mientras el portugués Yánez lucha contra los asesinos adoradores de la diosa Kali, la de los muchos brazos. Los tigres de Mompracem, por su parte, acompañan al jovencito que, recostado en un diván en una larga tarde de vacaciones de agosto, lee con detenimiento “El rajá de la jungla negra”.

En otra casa, y sin que Serrat todavía se haya referido a él en canción alguna, una chica lee los libros de Marcial Lafuente y le parecen el extremo más dulce del romanticismo. 

Los interesados en el descubrimiento de los orígenes de las civilizaciones han abierto los libros de Fulcanelli que, bajo tal seudónimo se encubre el nombre de un pintor, un notario o del mismo Conde de Saint Germain. “El misterio de las catedrales” es una obra definitiva para adentrarse en el mundo de los alquimistas.

Por allí hay un pájaro que causa sensación: “Juan Salvador Gaviota” del escritor Richard Bach, introduce en la mente de los jóvenes lectores una filosofía de vida en que se unen perfectamente el espíritu y el cuerpo. Hay que volar más alto pero hay que volar en bandada.

Sin que se sepa de dónde,  aparece un suizo llamado Erich von Däniken que ha escrito una obra llamada “El oro de los dioses”. Cuenta en él su expedición a la cueva de los Tayos, provincia de Morona Santiago, en la que ha encontrado extrañas estatuas de oro de origen extraterrestre. En la obra aparece nada menos que el padre Crespi que, según el autor, tuvo la prueba de la visita de los OVNIS, desaparecida en el incendio de la iglesia de María Auxiliadora. 

Un joven que se precie debía haber leído por lo menos alguna de las obras de Julio Verne. Un versado habrá pasado ya el viaje de la tierra a la luna para adentrarse a conocer el rayo verde,  seguir por las estepas a Miguel Strogoff o conocer al capitán Nemo.

Karl May enseñó cómo se trabaja y se dispara en el Oeste y por qué el indio apache Winnetou, el cazador de las praderas,  es mejor que cualquier hombre blanco. A su lado están el León de Damasco, el Corsario Negro y Tom Sawyer.

Libros olvidados en estantes polvorientos, que se mantienen en el lugar más apartado de la casa hasta que un día terminan en la basura: el departamento nuevo no tiene sitio para ellos. Estas obras nos dieron más gozo y alegría que lo que hoy nos da la fría pantalla de una tableta electrónica.

Publicado el 16 de diciembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11680-placeres-olvidados/

miércoles, 9 de diciembre de 2015

La foto

A llí está la foto: haciendo daño, circulando por las redes sociales, ensañándose con uno de los dos protagonistas de la escena.

La imagen fue tomada en un paseo: una reunión en la que circuló en exceso el alcohol y que fue promovida como un “retiro espiritual” en que podías beber todo lo que quisieras.

El paseo fue organizado por estudiantes universitarios: muchachos y chicas que se sienten modernos, abiertos, liberales en sus costumbres y en su pensamiento. Muchos se han calificado “de izquierda”: defienden los derechos humanos y la dignidad de las personas, pero sólo en el aula, en la reunión formal, en la campaña política para elegir dirigentes estudiantiles.

Ninguno de los que reenviaron la foto se siente machista ni retrógrado: tiene ideas de avanzada en cuanto al sexo, el matrimonio, el divorcio, el aborto. Promueve, aunque sea en voz baja, la legalización de alguna droga que considera inofensiva.

Sin embargo, en la reproducción de la fotografía, en el meme violento, en la burla sarcástica, solamente la chica es mencionada. Se conoce su cara, se sabe su nombre y el curso y universidad en la que estudia. Inclusive la persecución llega a examinar sus zapatos, su camiseta, su pantalón, para confirmar que es la misma persona de la escena. ¿El muchacho que está con ella? Para qué nombrarlo, no tiene ninguna importancia, ha hecho lo que cualquier otro haría en las mismas circunstancias.

Vienen las preguntas: ¿nuestra sociedad ha cambiado? ¿La formación universitaria es solamente una pátina que desaparece al más leve roce? ¿Existe congruencia entre lo que se estudia, se dice, se hace y se piensa?
Triste realidad de lo que parecemos ser y no somos: tolerantes, civilizados, abiertos.

¿Qué la chica tuvo la culpa por exponerse de esa manera? ¡Claro!: cometió un error, el mismo que cometió su pareja masculina. Eso no exime de responsabilidades a los lobos vestidos de oveja, malvados con teléfono celular, que son capaces de meterse en la vida de otros de manera irresponsable, sin considerar que su actitud es la muestra de una mentalidad cerril y nauseabunda. Hechores de infamias con la ligereza de quien juega con la vida y dignidad de los demás, ellos sí indignos de llamarse universitarios.

Publicado el 9 de diciembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11649-la-foto/

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El Club

El Club del Azuay era el lugar de las celebraciones: aniversarios, cocteles y, sobre todo, matrimonios. En su última época estuvo situado en el edificio de la Casa de la Cultura, construcción bastante fea que atraviesa de lado a lado la calle Presidente Córdova.

El salón no era muy grande, como tampoco lo eran las fiestas. Las bodas se celebraban con cierta restricción: por supuesto que había una torta muy grande y sabrosa, bocaditos y dulces. ¿Cena? … no. El licor, champaña primero, whisky después, circulaba profusamente y prendía la fiesta. 
¿Baile? … tampoco. Más bien los invitados más jóvenes salían de allí a una de las nuevas discotecas que empezaban a aparecer en la ciudad.

El lugar estaba hecho para que las personas conversaran entre sí. Los amigotes se sorteaban el pañuelo, luego de tratar de ahogar al pobre novio con unos tragos bien cargados. Las chicas esperaban el ramo para ver cuál de ellas tenía la suerte de ser la próxima en casarse. Se sorteaban las ligas que, como correspondía, eran solamente dos y sostenían  de verdad las medias de la novia.

Ante un esquema tan aburridor, la principal y más interesante actividad era pasar por el cuarto de los regalos, que se mantenían en exposición permanente durante toda la fiesta. Estaban el florero de la tía, la televisión en blanco y negro de algunos parientes pudientes, los moldes pyrex, la plancha eléctrica con su mesa de planchar, una colección de premios nóbel editados en cuero y con filo de oro, una figurita de murano, dos lámparas de velador, el juego completo de cubiertos de plata, regalo de los abuelos y, así por el estilo.

El lugar daba para mucho, principalmente para desmerecer los regalos de otros, todo a criterio de quien los revisaba fijándose en la tarjeta de los obsequiares.

No faltó la boda en que los amigotes del novio escribieron en cada tarjeta de cada regalo, “y … P.V.”,  con grandes letras y el nombre completo, con lo que este compañero llegaba a ser el más generoso de todos los presentes.

Los novios salían pronto hacia la propiedad rural de algún pariente amable, para iniciar la luna de miel y su vida conyugal. Mientras tanto, algún comedido retiraba las cosas al día siguiente. Otra vida había comenzado.

Publicado el 2 de diciembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11617-el-club/


miércoles, 25 de noviembre de 2015

El vade

El niño o el jovencito piden a sus padres una mochila de moda para llevar los libros y cuadernos a la escuela. En general las mochilas son todas deportivas: llenas de cierres y de bolsillos donde entrarán con comodidad los textos y los cuadernos. Las más modernas tienen espacio para el celular y la tableta electrónica. La gama de modelos es amplísima: las hay de “Hello Kitty”, “Los Cinco Fantásticos” o “Justin Bieber”.

¡Qué lejos se encuentran estas mochilas del vade escolar y de sus tiempos de gloria!

El vade tenía ese nombre singular. Muy pocos conocían el antiguo origen de la denominación: “vademécum”, palabra latina que significa “va conmigo”.

Su estructura era fuerte pues algunos tenían inclusive una tablitas de madera para sostener la cubierta de cuero o, más bien de suela del que estaban hechos. Los bolsillos eran pocos pero los broches para cerrarlos eran de metal de verdad. Unas correas atravesaban de arriba abajo el vade, como si fueran verdaderos cinturones que protegían el contenido interior.

El peso también era mayúsculo y más aún si su propietario se detenía en un día lluvioso de noviembre debajo de una canal rota, para gozar de la caída de un enorme chorro de agua. Después, con seguridad, la mamá le retaría fuertemente en la casa pero, de inmediato y después de quitarle toda la ropa mojada, le envolvería en una toalla tibia y le daría un vaso de agua de canela.

El vade se llevaba generalmente a la espalda, sostenido con dos tiras de cuero que cortaban los hombros por el peso. Una versión que hoy podría llamarse “light” era la del carril, que se cruzaba en bandolera sobre el pecho. Esta palabra, también hoy desaparecida, no menciona un significado propio del aditamento en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. El término posiblemente vendrá del colombiano carriel, que usan los paisas y que son unas grandes bolsas de cuero donde se lleva la plata al mercado.

Vade o carril, ambos acompañaron nuestra infancia. Contuvieron los cuadernos de cuatro líneas, la pluma y el tintero; la pizarra y la tiza; la Enciclopedia L.N.S. y el Catecismo breve, en que la primera pregunta era “Decidme hijo, ¿hay Dios?”. De vez en cuando una manzana o un poco de pinol. Estaban también el trompo y la piola, los cahuitos, los tillos, la perinola. 

Es decir, todo lo que un estudiante dedicado requería para triunfar en la vida.

Publicado el 25 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11586-el-vade/

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Charles Atlas

Lo cierto es que llegaban unas revistas, generalmente de México o de Argentina, que traían propagandas impactantes. Revisar cada página de publicidad servía para ampliar el conocimiento sobre las cosas que realmente importaban: cómo aprender a tocar la guitarra en 20 lecciones, cómo pintar el rostro de una chica con carboncillo, cómo tener una musculatura que impresionara a la misma chica.

Esas propagandas eran muy convincentes: una traía la foto, en blanco y negro por supuesto, de un señor que se llamaba Charles Atlas. Mostraba una musculatura espectacular: bíceps, pectorales, hombros. El réclame impactaba:  “Yo fui un alfeñique de 44 kilos”. El lector, 15 ó 16 años, sabía que él era ese alfeñique y que, al igual que Charles Atlas, podía convertirse en un hombre de verdad, al que las chicas mirarían y que los demás muchachos no molestarían jamás. 

Se necesitaba el dinero suficiente para poder pagar la suscripción al curso, despachado en fascículos mensuales desde alguna lejana ciudad. Si el fiambre reunido no alcanzaba, cosa muy probable, había que recurrir al papá o algún otro pariente desinteresado, a que “preste” los sucres suficientes para cambiarlos por un cheque en dólares pagadero sobre un banco de Nueva York, como exigían las instrucciones de afiliación al maravilloso curso.

La espera angustiaba: ¿habrá llegado el cheque o se lo robaron en el correo? ¿Será que el señor Atlas está muy ocupado para despachar pronto los fascículos? 

Cierto día aparecía el cartero con un sobre con estampillas extranjeras: las instrucciones habían llegado y era cosa de entender el método. Atlas lo explicaba claramente: el método era absolutamente natural y se basaba en la “tensión dinámica”, que no necesitaba ni pesas o equipos de ninguna clase.

Se trataba de utilizar el propio cuerpo para fortalecer los músculos: un brazo contra otro, el puño de la una mano contra la palma de la otra, las flexiones de pecho, las sentadillas o sapitos. Además la cosa no parecía muy complicada: 15 minutos diarios por dos semanas y el principiante se parecería a Charles Atlas. La lectura de los fascículos mostraba el avance... ¡de Charles Atlas! El espejo del dormitorio, por su parte, no reflejaba nada nuevo. 

El alfeñique local de 44 kilos dejó de insistir: la comida sana de la casa y las propias hormonas empezaron a mostrar otros resultados. El plan de ejercicios se acabó definitivamente cuando otra revista publicó un artículo crucial: “Las mujeres gustan de los hombres delgados”. Adiós, Charles Atlas. 

Publicado el 18 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11556-charles-atlas/

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Último tango

En esa época el teatro Sucre era todavía el cine Sucre. La ciudad tenía cines para todas las películas y condiciones sociales: podías ir al Candilejas a ver las películas prohibidísimas de Isabel Sarli, una argentina que mostraba sus atributos a la orilla de un río, entre cañaverales; o ir al teatro México para ver a Tintán o a Pedro Infante. El teatro Casa de la Cultura, el más grande de todos, mostraba a Charlton Heston en alguna película épica, y el teatro Cuenca anunciaba a lo largo de su marquesina la frase “Amar es no tener que pedir perdón”, que nadie entendía con claridad pero que mostraba que “Historia de amor” estaba en cartelera.
Pero en el cine Sucre, hubo un día en que la cola para entrar a una función vespertina se hizo tan larga que dio la vuelta a la esquina de la calle Luis Cordero. Estaba toda conformada por varones –una mujer no se habría atrevido a mostrarse públicamente – que ansiaban ingresar a los contados puestos para ver una película que estaba causando estragos en muchas partes del mundo. En este filme un Marlon Brando avejentado se encontraba con una jovencísima María Schneider en la ciudad de París. Todos los de la fila sabían ya de las escenas escabrosas que había que ver para opinar en el café del día siguiente.
La fila se movía lentamente y en los últimos lugares cundía el temor de no entrar a tiempo. Al final, cosa extraña, no hubo boletos falsificados o sobreventa y todos entraron al cine Sucre. En la oscuridad se veían el fuego de los cigarrillos encendidos, que buscaban calmar la ansiedad del momento.
La película se abría con la famosa pieza musical, que algunos habían tarareado en la cola. Gato Barbieri, el compositor argentino del soundtrack, era el músico del día.
La película se inició y terminó. Dejó en los presentes una sensación de tristeza y soledad. Las escenas fuertes habían sido tragadas por la trama en que dos extraños se encuentran. Los que fueron por ver un cine porno salieron desorientados: la escena crucial tenía una marcada violencia que llegaba repugnar. Muchos dijeron que lo mejor fue la música. Otros se sintieron estafados; los de más allá no podían explicar la fama del filme. Los “intelectuales” la entendieron.
¡O tempora, o mores!, como diría un romano: “El último tango en París” se ha pasado hace unos días en un canal nacional a las 4 de la tarde. No sé cuántos niños la habrán visto.

Publicado el 11 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11525-a-ltimo-tango/

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El rollo de fotos

El que algo sabía de fotografía deseaba ser el feliz propietario de una cámara réflex, de estas que hasta intercambiaban los lentes. Mirar por el visor y saber cómo saldrían las fotos hacía una gran diferencia con las pequeñas instamatic, que eran casi como unas cajitas plásticas en que las figuras apenas se distinguían.

De allí, “quedarse sin rollo” cuando el paseo estaba en su mejor nivel o el monumento de una ciudad lejana reflejaba un rayo de sol, era realmente una tragedia. Cualquier viaje requería llevar un cargamento suficiente de película de 35 mm, sin pasarla por los controles de los aeropuertos para que no se velen, cosa que jamás fue probada como cierta pero producía una sensación de angustia en el viajero.

Cargar el rollo era especialmente difícil: a través de una ranura afelpada había que halar de la punta hasta envolver sus bordes en el mecanismo dentado. Los que han pasado por ello saben de la frustración que supone dar la vuelta a la pequeña manivela y sentir que el rollo no camina. Abrir la cámara para ver qué pasa llevaba a la entrada inmediata de los rayos de luz y la película se dañaba indefectiblemente.

Después, a disparar pero con  tino, que el rollo solamente tenía para 36 fotos. No era el caso de pasear tomándose selfies para ver cuál de ellas sale mejor. La película se cuidaba como oro en polvo y la escena se planificaba una y otra vez; se pedía absoluta rigidez para que ninguno salga movido.

Terminado el rollo había que revelarlo. Quien tenía un laboratorio fotográfico en la casa era considerado un verdadero alquimista que transformaba el agua y los nitratos en verdaderas obras de arte, mientras aparecían en el papel, en la oscuridad de un cuarto con una bombilla roja, los ojitos brillantes del primer hijo.

Más fácil era llevar el rollo a revelar: dejarlo en la tienda fotográfica por algunos días y mantenerse en el suspenso de si las fotos habrían salido bien. El sobre, amarillo o verde, incluía todas las fotografías y los negativos, que nunca había que perder y que jamás se encontraban nuevamente. 

¡Allí estaban las fotografías! Brillantes, conmovedoras, impactantes. 

Tenemos memoria porque las fotos nos vuelven a un pasado que, sin ellas, habría desaparecido en los recovecos de nuestra mente. Recuerdos imborrables que hoy se evocan porque un fotógrafo aficionado estuvo allí.


Publicado el 4 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11494-el-rollo-de-fotos/ 

miércoles, 28 de octubre de 2015

Despertador

Sobre el velador hoy está un teléfono celular de aquellos que hacen todo, inclusive llamadas. 

Sirve para sumar las cuentas, pues hemos perdido la habilidad de hacerlo con papel y lápiz, y también para que nos recuerde el cumpleaños de algún amigo. De esa manera, casi automática, resolveremos que hay que ponerle una felicitación en el Facebook, o enviársela por WhatsApp, sin tomarnos la molestia –que parece real- de llamarle a saludar.

El celular está también para las fotos: de los niños, la mascota, un paisaje, un plato de comida, los selfies. Guarda el número de las tarjetas de crédito y la clave del IESS; nos permite escuchar música y ver videos.
Y está también para despertarnos con unas campanitas artificiales, que van subiendo de tono hasta que toquemos su pantalla. ¡Qué lejos está el teléfono del viejo reloj despertador! 

Ese antiguo reloj nos vigilaba en la noche con sus manecillas de un color verde fosforescente, que se habían cargado de luz durante el día y que mostraban el largo camino de la noche en el duermevela del insomnio.

Tenía dos campanas que eran capaces de levantar a un escuadrón cuando recibían el toque insistente del mecanismo de alarma. Solamente el que ha escuchado ese timbrazo conoce el deseo enorme de lanzar el aparato contra la pared.

Montar el funcionamiento del despertador casi era trabajo de un ingeniero mecánico: había que ponerle en hora y hasta calibrarlo, moviendo una pieza hacia el + o el – a que señale puntual las horas. Después marcar, con una aguja roja, la hora en que el timbre debía sonar. 

El timbre era de verdad: no sonaba a un bosque tropical, ni a las olas del mar de Hawaii, menos aún a la Guerra de las Galaxias ni a una marimba tropical. Era un sonido hiriente y atronador, que llevó hasta a discusiones conyugales cuando los horarios de marido y mujer no concordaban. 

El despertador tenía un propósito y servía para él magníficamente. Después vino el reloj de pilas, hasta que llegó el celular: más preciso y más práctico. Las agujas fosforescentes desaparecieron. Los fabricantes de aplicaciones hoy pueden emular un despertador antiguo en la pantalla, pero nadie lo lanzará contra la pared. ¡Cuesta mucho!


Publicado el 28 de octubre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11461-despertador/

miércoles, 21 de octubre de 2015

Matón de barrio

Los barrios de la ciudad tenían también ciertas historias sórdidas. Entre ellas estaba el del matón del lugar, tan lejos del “matón” colegial, como se calificaba al aplicadísimo que no perdía jamás el 20.

Aquél era un individuo que, entre otras cosas, era un gran trompón, lo que significaba que podía batirse con cualquiera, sea de la zona o de barrios distantes. Era, además, mal encarado. Las chicas se cruzaban a la vereda del frente cuando le veían apoyado a la pared de una esquina. Algunos hasta tenían el sarcasmo de decir: “Buenas noches, señoritas, hoy no estoy con ganas de vacilar”


El problema está en que el matón no era solamente el héroe cuando había de enfrentarse en un partido de fútbol barrial: las drogas le volvían un ser intratable y peligroso. Muchos de ellos se ganaron sobrenombres bien puestos. Para muestra está el de “Ratero”, que varios recordarán.


Este individuo tenía, sin embargo, una historia a cuestas que podría calificarse como la del doctor Jekill y mister Hyde. Hay casos en que fue un brillante estudiante, un hombre fuerte y dedicado al deporte, inclusive bien parecido y, por lo tanto, conquistador de corazones femeninos.


Sin embargo, llegó el momento que algún “amigo” que bien podría estar en los infiernos, le dio un día el primer “pito”, la primera “hierba”, la primera pastilla.
Joven y, como tal, curioso, no se negó a aceptar el regalo que abría la mente, servía para ocultar situaciones de timidez profunda o maltratos familiares. Otros más lo hicieron por “estar en onda”, por no haber aprendido a decir que no, o porque, soberbiamente –palabra devaluada, que ya no parece reflejar la vigencia de los pecados capitales- consideraron que podían controlar la situación.


Lo cierto es que, algún día y en alguna hora en el barrio corrieron las voces: “¿Sabes que a X le encontraron muerto en una cuneta por San Roque?” “¿Conocías que Y se ha suicidado?” Otros desaparecieron y nunca más se supo de ellos. Si se libraron de esas garras, ya nadie lo sabe.


Pobres vidas desperdiciadas, a sabiendas que pocos se libraron de las consecuencias. ¡Si los chicos actuales lo supieran!




Publicado el 21 de octubre de 2015


http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11428-mata-n-de-barrio/









miércoles, 14 de octubre de 2015

Napoleón o cualquier otro

Muchos hemos tenido uno: lo hemos criado, puesto un nombre y sacado a pasear, aunque sea menos de lo ofrecido. Otras veces habremos olvidado llevarle a las vacunas o simplemente ponerle un poco de agua fresca.
Cada vez que llegamos a la casa ha ladrado de alegría, ensuciándonos el pantalón con sus lengüetazos y su baile. Lo hemos mostrado con orgullo a los amigos aunque su presencia no guarde los estándares de la raza.
A muchos habrá servido de compañía en momentos tristes, cuando hablar con el Totó, el Rocky, el Aldo o la Coqueta, es mejor que hablar solo.
No faltará el que, en un momento de furia, pensó lanzarle un puntapié, bajando automáticamente en la escala zoológica a un nivel bastante menor que el agredido.
Habrá traído, moviendo la cola, el palo o la pelota recuperados del estanque; otro sabría hacerse el muerto, dar la pata o sentarse.

De pequeño tomaría un baño jabonoso, que nunca más recibió.
Posiblemente vistió la camiseta del equipo de fútbol favorito de la familia o fue fotografiado con gafas y sombrero, lo que le dio un aspecto penosamente humano.
En algún momento desapareció por varios días, angustiando a la familia que fijó un cartel en los postes del barrio para tratar de encontrarle. Volvió sucio, golpeado y oliendo mal, pero feliz, porque un perro no está para mantenerse preso.
Tal vez fue padre o madre de cachorritos que llenaron la huerta de la casa de pequeños gruñidos (y nietos y sobrinos de visita). Seguramente habrá llevado en el cuello una cinta roja o una bolsita con ruda para evitar que le ojeen.
Habrá sido pequeño, peludo y suave como Platero, pero en forma de perro, y fue parte de la familia: un pedazo de pan y una caricia fueron su mejor halago.
Y un día, sin avisar, se habrá ido para siempre: por un accidente, un envenenamiento o porque el perrito también tiene un corazón que puede fallar. 
¡Adiós, Napoleón!

Publicado el 14 de octubre de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11393-napolea-n-o-cualquier-otro/