El salón no era muy grande, como tampoco lo eran las fiestas. Las bodas se celebraban con cierta restricción: por supuesto que había una torta muy grande y sabrosa, bocaditos y dulces. ¿Cena? … no. El licor, champaña primero, whisky después, circulaba profusamente y prendía la fiesta.
¿Baile? … tampoco. Más bien los invitados más jóvenes salían de allí a una de las nuevas discotecas que empezaban a aparecer en la ciudad.
El lugar estaba hecho para que las personas conversaran entre sí. Los amigotes se sorteaban el pañuelo, luego de tratar de ahogar al pobre novio con unos tragos bien cargados. Las chicas esperaban el ramo para ver cuál de ellas tenía la suerte de ser la próxima en casarse. Se sorteaban las ligas que, como correspondía, eran solamente dos y sostenían de verdad las medias de la novia.
Ante un esquema tan aburridor, la principal y más interesante actividad era pasar por el cuarto de los regalos, que se mantenían en exposición permanente durante toda la fiesta. Estaban el florero de la tía, la televisión en blanco y negro de algunos parientes pudientes, los moldes pyrex, la plancha eléctrica con su mesa de planchar, una colección de premios nóbel editados en cuero y con filo de oro, una figurita de murano, dos lámparas de velador, el juego completo de cubiertos de plata, regalo de los abuelos y, así por el estilo.
El lugar daba para mucho, principalmente para desmerecer los regalos de otros, todo a criterio de quien los revisaba fijándose en la tarjeta de los obsequiares.
No faltó la boda en que los amigotes del novio escribieron en cada tarjeta de cada regalo, “y … P.V.”, con grandes letras y el nombre completo, con lo que este compañero llegaba a ser el más generoso de todos los presentes.
Los novios salían pronto hacia la propiedad rural de algún pariente amable, para iniciar la luna de miel y su vida conyugal. Mientras tanto, algún comedido retiraba las cosas al día siguiente. Otra vida había comenzado.
Publicado el 2 de diciembre de 2015
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