De allí, “quedarse sin rollo” cuando el paseo estaba en su mejor nivel o el monumento de una ciudad lejana reflejaba un rayo de sol, era realmente una tragedia. Cualquier viaje requería llevar un cargamento suficiente de película de 35 mm, sin pasarla por los controles de los aeropuertos para que no se velen, cosa que jamás fue probada como cierta pero producía una sensación de angustia en el viajero.
Cargar el rollo era especialmente difícil: a través de una ranura afelpada había que halar de la punta hasta envolver sus bordes en el mecanismo dentado. Los que han pasado por ello saben de la frustración que supone dar la vuelta a la pequeña manivela y sentir que el rollo no camina. Abrir la cámara para ver qué pasa llevaba a la entrada inmediata de los rayos de luz y la película se dañaba indefectiblemente.
Después, a disparar pero con tino, que el rollo solamente tenía para 36 fotos. No era el caso de pasear tomándose selfies para ver cuál de ellas sale mejor. La película se cuidaba como oro en polvo y la escena se planificaba una y otra vez; se pedía absoluta rigidez para que ninguno salga movido.
Terminado el rollo había que revelarlo. Quien tenía un laboratorio fotográfico en la casa era considerado un verdadero alquimista que transformaba el agua y los nitratos en verdaderas obras de arte, mientras aparecían en el papel, en la oscuridad de un cuarto con una bombilla roja, los ojitos brillantes del primer hijo.
Más fácil era llevar el rollo a revelar: dejarlo en la tienda fotográfica por algunos días y mantenerse en el suspenso de si las fotos habrían salido bien. El sobre, amarillo o verde, incluía todas las fotografías y los negativos, que nunca había que perder y que jamás se encontraban nuevamente.
¡Allí estaban las fotografías! Brillantes, con
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