El estudiante que viajaba a algún lugar lejano, dígase Madrid, para seguir un curso de postgrado o, inclusive un seminario que le tomara algunos meses, se sentía enormemente solitario al llegar a su lugar de residencia.
Posiblemente era un pequeño hostal, administrado por una mujer bastante vieja que se había resistido inicialmente a recibirlo porque suponía verle entrar con plumas. La propietaria encontraba que ese joven, recién llegado, tenía mucho en común y podía hablar en su propio idioma de los recuerdos de su casa y de su novia lejana.
En verano la dueña de casa no encendía el aire acondicionado –si es que existía- para ahorrar. En invierno el pobre estudiante moría de frío a la madrugada pues la vieja desconectaba la calefacción a las once de la noche, también para ahorrar. La habitación, limpia pero modesta, podía mostrar una partecita de la Glorieta de Alonso Martínez y de la cafetería en la que, dicen, un amigo había entrado hace años a pedir que le “regalen un cafecito”, habiendo recibido de sopetón la dura respuesta del encargado: “¡Que te lo regale tu madre. Aquí pagas!”
La soledad era menor durante las horas de estudio y una luz aparecía en el cielo gris cuando llegaba una carta. ¡Una carta! Este pedacito de papel doblado había viajado miles de kilómetros hasta llegar al hostal al cabo de una semana y media o dos.
Las noticias se parecían a lo que cuentan los que saben de astronomía: la luz que vemos de las estrellas salió de ellas hace decenas de años. Las noticias de la carta, alegres o tristes, tenían por lo menos dos semanas de antigüedad: la muerte de un amigo, o el matrimonio de otro, ya tenían 15 días de haber sucedido. El beso estampado al final, también.
La carta se contestaba a mano, en papel y sobre livianos para no excederse en los gastos de correo. Se escribía sobre otro papel, rayado, para que los renglones salieran rectos. Y no era posible equivocarse, para no dañarla y producir una impresión equivocada al otro lado del mundo, como si se hubiera presentado, abruptamente, una idea que no podía viajar, así suelta, por las consecuencias que podría traer a la distancia.
Hoy esperamos el email inmediato, con cuatro palabras muchas veces codificadas. Sin embargo el papel sigue siendo el vehículo noble en que la frase “te quiero mucho” resalta clara y nítida. Ponerla en un email parece que ya no se estila.
Publicado el 28 de marzo de 2012
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