La vida corriente, la de todos los días, ha complicado las relaciones. Se empieza pronto y se termina tarde. Las ocupaciones –y preocupaciones- que se presentan han llevado a que los contactos personales se conviertan en 140 caracteres en el twitter, o en mensajes en las redes sociales. Algo que pensábamos que sucedía solamente en los países más avanzados, la soledad cotidiana, empieza a hacerse sentir también entre nosotros.
Pero tenemos aún una ventaja: las fiestas populares, pero las verdaderas. No aquellas importadas a la fuerza, que nos llevan a celebrar noches de brujas ajenas a las nuestras y, menos aún, a recordar a los padres peregrinos, mediante una cena de Acción de Gracias.
El Carnaval es una de ellas: podría pensarse que esta tradición está en peligro de desaparecer porque al salir a la calle Bolívar en la semana previa, ya no se arrojan baldes de agua desde las casas, y el transeúnte puede caminar de una manera segura.
Pero el Carnaval, si bien tiene como eje principal la “mojada”, es más que eso. Es la relación familiar que vuelve a vincular a grandes y chicos; es la comida extraordinaria, preparada con fines precisos: calentar, ayudar a que se soporten los tragos y, por supuesto, producir una satisfacción que sólo el motepata cuencano puede dar. Es también el momento para hacer el pan casero en el horno de leña, servirse unos tamales que deben tener origen gualaceño para ser los mejores, y tomar un drake que volverá las cosas a su estado de gracia original.
Hernán Casciari es un argentino que escribe un blog (palabrita que significa, según dicen, “bitácora”, término que para los serranos no tiene mayor significación) y que seguramente jamás ha estado en un Carnaval cuencano. En su blog llamado “Orsai” expresa que hay tres cosas que detesta y que, por ello, evita a ir a fiestas familiares: los parientes lejanos, el borracho cariñoso y la fea que siempre quiere sacarle a bailar.
Pues el Carnaval ayuda a sobrellevar e, inclusive, a gozar de estos personajes. En una sociedad que se disgrega, los parientes, cercanos o lejanos, nos ayudan a mantener las raíces (a veces encontramos unas, torcidas). El borracho carnavalero se habrá mojado y, por ello, más bien puede estar quieto. Por su parte, la fea que invita a bailar es también soportable, justamente porque es Carnaval. No lo sería en un baile de 3 de noviembre.
Sobre todo estas vivencias nos traen presencias queridas.
Al final, ¿qué es la vida, sino recuerdos?
Publicado el 9 de marzo de 2011
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