miércoles, 31 de diciembre de 2014

A(r)mar a los niños

Hoy termina el año y muchos se dedican a hacer listas: de buenas intenciones para el 2015, de lo que esperan hacer o lo que no hicieron. Los medios también las hacen y hay listas para todo y de todo: los acontecimientos más importantes del año que pasó, los accidentes más impactantes, los mejores goles.

Existe una pasión y una necesidad en las listas: un marido sin una lista de compras es un inútil en el supermercado, un profesor no iniciará la clase sin saber si los alumnos están presentes; se hacen para invitar y hasta para no invitar a una fiesta.

Las redes sociales y los medios de comunicación están llenos de ellas, para discutirlas, aprobarlas o reprobarlas. Los records son, en muchos casos, la búsqueda de pocos minutos efímeros de fama.

Posiblemente las listas que más llaman la atención son las 12 (ó 10, ó 15) fotografías más impactantes de lo sucedido en estos últimos meses. Entre ellas está una, la de un niño pues no tendrá más de doce años, que carga un fusil. El pie de la foto informa: “Joven yihadista listo para la guerra”.


El niño tiene los ojos sonrientes; alza un dedo como señal de que está preparado y espera ser llamado. Su joven rostro denota felicidad y la imagen es casi la de un juego.

Entre todas las fotos que podemos ver –y son muchas de las tragedias sucedidas en este año- la del niño con el fusil puede ser de las más tristes. Denota que la humanidad en algún momento perdió su rumbo, si alguna vez lo tuvo; muestra que es aceptable cualquier cosa, incluso la de sacrificar a un niño sin infancia, por un fin que lo definen los mayores y, más allá de eso, los políticos.

Lo que sucederá con ese joven ni siquiera ha sido resuelto en su pequeño pueblo del desierto, sino entre cuatro paredes donde se reúnen individuos sin alma. Alguien ha decidido su corto futuro por razones ideológicas, religiosas, económicas, de geopolítica, de revancha, de lo que fuera. Ese muchacho es una pieza más, desechable, útil mientras dura, que se olvida fácilmente. El comandante yihadista dirá más tarde que es un mártir, pero para ser mártir hay que estar muerto.

Esa foto pudo haber sido tomada en otros lugares del mundo: Colombia, Ruanda, Siria. En todos, como una imagen de propaganda o de rechazo a la guerra. El niño ha sido simplemente una herramienta más.

¿Será el 2015 mejor que esto? 

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10069-a-r-mar-a-los-nia-os/

Publicado el 31 de diciembre de 2014

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Paraíso terrenal

Unos días atrás un amigo decía: “En Cuenca no había una puerta de entrada a la casa, había una puerticalle”. Y es verdad.

Los largos zaguanes que traían desde el interior de la huerta, traspatio y patio, como quien viene desde adentro, llegaban a la gran puerta de madera, que se cerraba cuando el hijo de familia, cumpliendo con el encargo familiar ponía candado a la aldaba de la puerticalle.

Pasar del dintel de esta puerta en la casa de la enamorada suponía un reconocimiento específico, por parte de la familia, de que “la niña tenía novio”.

De allí, llegar al primer patio y, después al segundo, hasta que el padre autorizara subir a la sala del piso de arriba bajo la mirada atenta y socarrona de los hermanos menores, suponía un largo camino.

Esos patios luminosos, hechos también para mashar perezosamente en la mañana bajo los canecillos de los corredores, tenían una banca de madera. A veces, cuando había gato, era el momento oportuno para tomarlo en brazos y experimentar qué pasaría si se le tiraba de la cola.

Eran patios, que bañados por la luz del sol, ayudaban a la convalecencia de las enfermedades infantiles: las amígdalas habían pasado por las tocaciones del largo palillo con la punta de  algodón empapada en mertiolate.

Pronto aparecería la muchacha –no una empleada doméstica o una trabajadora del hogar, en términos fríos y actuales- con un plato de guineo con nata y azúcar, el mejor antídoto para fortalecer al hijo flaco que había pasado ya por el tratamiento con jarabe de rábano yodado, ese que hacían las monjas del Carmen.

El largo día 24 no terminaba nunca, mientras se escuchaba en el fondo de la casa el ruido de las ollas y empezaban a aparecer los tíos por el zaguán, reunidos de nuevo en la casa de los abuelos por motivo de la Navidad. El nacimiento tenía aún el olor del musgo de verdad y el salvaje colgaba del huicundo. El brasero despedía olor a palosanto e incienso.

Sonido de palabras que se han ido, ininteligibles para los jóvenes oídos de hoy que las escuchan a veces como si fuera un lenguaje extranjero. Y lo es: el lenguaje de la infancia, el verdadero paraíso terrenal. 

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10037-paraa-so-terrenal/


Publicado el 24 de diciembre de 2014

miércoles, 17 de diciembre de 2014

La bicicleta roja

Todavía recuerdo la primera bicicleta: roja brillante, con timón de hierro. Tenía un asiento de cuero con resortes. Pesaba muchísimo pues aún no se usaban ni el carbón ni la cerámica. En el cuadro brillaba la marca: ATU. Sí, la misma que posteriormente hizo muebles de metal que se vendieron en todas las oficinas del país.

Podría decir que era “full equipo”, ya que contaba con una serie de aditamentos que hoy no se encuentran en las bicicletas más caras. Contaba con un foquito que alumbraba la noche y que recibía su fuerza de una dínamo bien agarrada al trinche,  que se movía con cada giro de la rueda.

También tenía parrilla, con una reja encima que se ajustaba con dos cimbras y que trincaba bien el carril que me acompañaba al colegio. ¿Mochila? Solamente las que se pedían prestadas en el Cuartel para una excursión al Cajas, simples bolsas de lona verde llenas de agujeros. Jamás para llevar los libros de estudio.

Contaba también con un tapacadenas, para proteger el pantalón de la grasa que salpicaba de los engranajes. A veces, cuando se soltaban los tornillos el tapacadenas hacía un ruidito como de lata vieja, insufrible en el duro adoquín de las calles de Cuenca.

Los frenos funcionaban con un mecanismo prodigioso: las varillas bajaban desde el manubrio y  llegaban hasta el aro, donde un par de cauchos, comprimidos fuertemente, paraban en seco el vehículo.

Hoy que caminamos por las orillas maravillosas de los ríos,  es probable que un ciclista nos atropelle sin que sepamos de dónde salió: ¡las bicicletas no tienen timbre!  

La ATU lo tenía, redondo y brillante, con un sonido en dos tiempos, claro como una campana. La llegada a la casa de un amigo se avisaba con el timbre, que rebotaba por el zaguán hasta los recónditos patios interiores, más distintivo que un silbido o una voz.

Era una bicicleta de paseo: sin cambios, timón montañero o caramañola. Servía para ir al colegio, encontrar a los amigos y, alguna vez, perseguir un bus de colegialas. Un día entró a una bodega de la que desapareció sin rastro. Me parece hoy más bonita que aquellas de alta tecnología que se ven en las vitrinas. 

Sé que no es así, pero hace años fue mi regalo de Navidad. 

Publicado el 17 de diciembre de 2014

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/9998-la-bicicleta-roja/

miércoles, 10 de diciembre de 2014

"Nuaynombre"

Efectivamente sucedió: “Señor, no podemos inscribir el fideicomiso de este vehículo –que no sé que también será- pues el sistema no tiene ese campo, así que lo pondremos como prenda”.

Estamos, entonces, ante la dictadura del sistema –informático, en este caso- que permite incluir o no incluir ciertas referencias en las bases de datos siempre y cuando el programador haya pensado en ellas.

¿Quiere usted constituir una compañía? El sistema le dirá si el nombre es el apropiado. ¿A qué va a dedicarla? El sistema le dará el objeto social. 

Qué decir de las fechas, sin lugar a equivocación alguna, como “diciembre 10 de 2014”, y que ahora ya no significan nada para el sistema y menos aún para el cajero. 

Contaba un amigo que le negaron un pago de un cheque pues se encontraba postdatado: según el empleado bancario, faltaba aún mucho tiempo para el año “8014” que aparecía en el documento. No fue posible hacerle entender que el año estaba correcto, pues “el sistema no me lo va a aceptar”.

Usted debe bautizar a sus hijos con dos nombres para que no aparezca en la lista de la universidad una fea “N” detrás del primero, como en los tiempos que las cédulas todavía traían “NN” en la denominación del padre. Al final, como decía un empleado del Registro Civil, esto significaba solamente que “nuaynombre”.

Pero si usted es de la época en que todavía se usaban tres nombres, puede encontrarse conque la señorita cajera niegue el depósito de un cheque en su cuenta, manifestando con mucho desparpajo, que “usted no se llama así” por la simple razón de que sus tres nombres  no aparecen en el sistema del banco. 

Los abogados hablan de la “autonomía de la voluntad”, ese derecho inherente a la persona humana que le permite fijar acuerdos libremente,  siempre que éstos  no estén expresamente prohibidos. Hoy, para constituir un club, hay que llenar un formulario; para demandar alimentos, también. ¿Autonomía?: ninguna.

Stephen Hawking, genio como es, tiene otra vez la razón al decir que la inteligencia artificial acabará con la raza humana, apenas los robots empiecen a reproducirse. Parece que algunos robots ya están entre nosotros. 

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/9965-a-nuaynombrea/

Publicado el 10 de diciembre de 2014

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Tengo la razón

Las redes sociales –háblese del Facebook, Google+ o Twitter– son medios de expresión ampliamente utilizados. Instrumentos que sirven para conocer lo que piensan amigos, conocidos e inclusive extraños: qué hacen, dónde están, qué comen y qué les gusta. Uno aparece con un perro y el otro con un hámster; el de más allá pinta o cultiva orquídeas. Viaja muy lejos o le encanta el encebollado.
Las redes sociales se han presentado como un sucedáneo de la plaza pública en que puede conocerse y discutirse de todo. En las redes se debate si tal o cual actor es mejor para asumir el papel de Batman o sobre la vibración del tranvía en el Centro Histórico.
La muerte de Roberto Gómez Bolaños es paradigmática: ha polarizado a cierta parte de la opinión –en este caso, sí pública- hasta llegar a discusiones extremas en que se confronta la muerte de “este viejo” –palabras textuales- con la horrenda situación de violencia de México. 
Como si todo fuera comparable. Como si todo estuviera sujeto al “sí, pero...” Y así, hasta el infinito.
¿Las ideas que defendemos son una parte esencial e integrante de nuestro propio yo? Cuando otro no las acepta, las tolera o, peor, se burla de ellas, el efecto es peor que un rechazo físico.
¿Qué mecanismo interno lleva a esta posición de defensa a ultranza de cualquier idea, aún de la que no tiene mayor importancia? ¿Por qué no somos capaces de escuchar lo que otro tiene que decir, aunque no estemos de acuerdo con lo que expresa?
Un artículo del diario El País trajo hace unos días una concusión tremendamente simple y, a la vez, reveladora: busco cambiar las ideas de los demás porque con ello anulo mi propia inseguridad. Espero que los demás piensen como yo porque de esa manera siento que estoy en la verdad.
Es el mismo razonamiento que lleva a un estudiante a mirar el examen de otro: sentirse seguro que su respuesta está bien. ¿Seremos capaces de escuchar a los demás y tolerarlos, aunque no concordemos con ellos? 
Parece que la polarización, que destruye la sociedad y es absolutamente antidemocrática, se ha instalado en nuestro país. Por lo menos así lo muestran las redes sociales. 

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/9931-tengo-la-raza-n/

Publicado el 3 de diciembre de 2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

¡Cómo me llamo?

¿Alguien desea perder su identidad? ¡De ninguna manera! Las clases de relaciones públicas enseñan que, si quiere impresionar, debe aprender el nombre de su interlocutor.
Por eso el trato coloquial y generalmente utilizado de “hola ñano”, “qui’ubo brother”, o “hermano, que gusto me da verte”, solamente denotan una gravísima y nunca bien escondida situación: ¡se olvidó el nombre!
Las reuniones con los antiguos compañeros de estudios son momentos para recordar y compartir viejas historias. Sin embargo nunca falta uno que aparece y dispara a boca de jarro: “¡a ver si te acuerdas quien soy yo!”
¿Cómo puede uno saberlo si no ha visto al individuo en los últimos 40 años? ¿Si la última imagen que queda es la del compañero flaco y greñudo en el cuadro de las fotos de los graduados, y el que se presenta ha perdido todo el pelo, pesa por lo menos 300 libras y habla bastante raro?
El recién aparecido deja a un lado el pesado chiste y por fin se identifica. A veces ni siquiera con ello la memoria frágil localiza al desconocido.
Sucede, entonces, que el individuo se resiente, manifiesta que igualito era tratado en los patios del colegio por los pretenciosos, diría hoy pelucones, que no mostraban ningún interés en ser sus amigos. Saca a relucir sus peores modales y se muestra verdaderamente enojado.
Expresa que hoy que ha vuelto de los Estados Unidos a los casi 40 años, ya jubilado, con nietos y bastante plata, él si busca a sus antiguos conocidos, ¡aunque fueron compañeros solamente en el segundo grado de la escuela! No queda más remedio de decirle que su memoria estuvo siempre presente pero que la vida nos ha cambiado, ¡pero para bien!, pues puede enojarse otra vez.
El viejo teléfono también servía para preguntar “¿sí sabes con quien hablas?” Se dice que, en cierta casa, el hermano político logró que su cuñada se confesara telefónicamente al creer que hablaba con el párroco.
El celular nos ha librado del mal rato con los omnipresentes nombres que aparecen en la pantalla. Hoy la preguntita, además de inútil, es costosa, pues el que llama paga.
Usar el nombre correcto siempre le abrirá puertas. Diga el nombre equivocado y verá la cara que le ponen. 
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/9897-a-ca-mo-me-llamo/

Publicado el 26 de noviembre de 2014

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La yunta

Aveces aparece entre sueños, o cuando un olor nos lo trae de nuevo a la memoria, que bucea tan profunda que llegamos a suponer que el recuerdo ya no está. Pero se presenta con el aserrín del eucalipto, la lluvia que cae golpeando la tierra y el viento que llega desde lejos, casi tan lejos como la infancia.

Allí está la yunta: solamente quien la ha visto, abriendo la tierra, tendrá la imagen precisa de los bueyes tirando del arado, con los ojos desorbitados y el yugo sobre  el cuello, ancho y poderoso. 

No hay nada artificial en el arado: el timón está atado al yugo con una tira de cuero o de cabuya, trenzadas en un fuerte haz. La reja de acero, brilla por el desgaste que produce su paso continuo por la tierra. El labrador, que no un simple peón, silba entre dientes para que los bueyes continúen la marcha esforzada, y se ayuda con un chicote. El látigo viaja silbando hacia el lomo de los animales, que inmediatamente reinician su marcha. Se ve el surco negro, presto a recibir la semilla que se derrama desde la mano encallecida del que viene detrás. A la vuelta el arado cerrará el surco. 

En semanas el paso de la reja habrá dado origen al milagro de las mieses; las hojas verdes mostrarán que la papa, chola o bolona, están creciendo bajo el manto  negro de la tierra.

El tractor ha reemplazado poco a poco a la yunta; el ruido del motor y el aceite quemado, al bramido de los bueyes y el silbido del peón. Las ruedas de la máquina borraron ya el cansado paso del Colorado y el Pintado, pues un tractor no tiene nombre, ni come, ni hay que llevarlo al abrevadero.

Sin embargo, tras la imagen bucólica y romántica está el esfuerzo humano, el trabajo agotador bajo el sol inclemente. El que une al labrador de los Andes con el campesino egipcio o de la India.

Aquél que, como lo expresó Miguel Hernández,  “nace, como la herramienta/a los golpes destinado/de una tierra descontenta/y un insatisfecho arado”.
Que “empieza a vivir, y empieza/a morir de punta a punta/levantando la corteza/de su madre con la yunta.”

En las alturas, soportando el viento helado, todavía puede verse su figura recortada contra el cielo como si no hubiera pasado el tiempo.  

Publicado el 19 de noviembre de 2014

Un himno cambiado

¿Sirven todavía los símbolos? ¿Un himno y una bandera han quedado solamente para los partidos de fútbol?
Las canciones patrias tienen siglos de antigüedad. Algunas son muy famosas, como La Marsellesa, el himno francés.
Otros himnos son especiales, como el de España... ¡que no tiene letra oficial! Los españoles pueden derramar lágrimas de emoción cuando lo escuchan pero no tienen esa especial sensación que supone efectivamente cantarlo.
Hay canciones que han llegado a ser himnos universales. Varias provienen del rock, como la famosa “We are the champions”, de Queen, entonada a voz en cuello en cualquier oportunidad donde alguien vence y alguien pierde.
Con los himnos, incluyendo los religiosos, hemos nacido y hemos crecido. Son los rezagos que podemos tener de chauvinismo. Nos traen el recuerdo del patio de la escuela mientras se iza la bandera, la jura en el Portete de Tarqui o la manifestación cuando se canta “a capella”.
Nuestro Himno a Cuenca tiene las mismas cualidades. Lo encontramos melodioso, romántico y marcial. Vemos a nuestra ciudad como una reina hermosa de fuentes y flores. Nos da identidad.
Por ello resulta chocante e hiriente escuchar la grabación, muy utilizada en los actos oficiales de las últimas semanas, en que un cantante de buena voz destroza la letra de la canción de la Patria Chica: para este intérprete nuestros héroes no son “luminares de patrio esplendor”, sino “luminarias de patrio esplendor”, como si fueran lámparas de la calle. Y tampoco Bolívar, pasmado con la acción heroica del Héroe Niño, Abdón Calderón, pide que no se le olvide nunca. En la versión indicada, Bolívar está “plasmado” por la acción de Calderón.
Seguramente en las escuelas los niños estarán aprendiendo nuestro himno con tales errores. La Municipalidad de Cuenca debe actuar de inmediato, por dignidad, y retirar la malhadada grabación antes de que cause más vergüenza. Suficiente tuvimos con la confusión oficial entre la Fundación y la Independencia de Cuenca, o con el nuevo “nombre” conque la llamaron hace unos días: la Sultana de los Cuatro Ríos.

Publicado  el 12 de noviembre de 2014

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Memoria de los cuatro ríos

¿Te acuerdas cuando caminábamos por la orilla del río Machángara mirando el agua que corría, y llegábamos al hondo, que el tío alguna vez atravesó nadando en medio de los remolinos, hasta aparecer sano y salvo al otro lado? ¿En el mismo lugar donde había unas piedras enormes y negras en medio de la corriente, que parecían calaveras, pues tenían agujeros que se mostraban como ojos?

¿Te acuerdas que, alguna vez, por allí, veíamos a los enamorados que caminaban y se sentaban bajo los árboles, besándose y abrazándose, lo que nos producía el escozor propio de la edad, recién llegada la adolescencia?
¿Recuerdas cuando el río Tarqui se desbordó y parecía un espejo enorme, lleno de sauces llorones, como una señal que Cuenca estaba cerca, y el camino desde Bajoalto, hoy desaparecido, era tan largo? ¿Y después, entrando por la avenida Loja, ver las cúpulas de la Catedral, que te decían que ya habías llegado?

¿Todavía están en tu mente los paseos a Barabón, bordeando el Yanuncay oscuro, con el color del hierro y las montañas de Soldados abrumándonos con su tamaño? El esfuerzo enorme de la trepada hacia los cerros que dividían el Azuay de la Costa y, después, la bajada casi sin frenar en la bicicleta, que cruzaba rauda cerca de esos puentes con techo que llevaban al otro lado, donde se veían las conchas blancas y esas flores amarillas, que mamá nos reventaba en la frente cuando éramos pequeños.

¿Está todavía presente el rugido del Tomebamba cuando algunos audaces se lanzaron a navegarlo en canoas improvisadas, kayaks que nunca salieron de un taller decente, pero que mostraron el arrojo de los jóvenes que venían de mucho más allá del puente de El Vado e iban hacia el Paraíso, para acercarse a la orilla antes de que el río se volviera aún más peligroso? ¿Y cuando lo veíamos desde lo alto de la Calle Larga, bajando al colegio? 

Nuestra balsa en el río Machángara, hecha con chaguarqueros, nuca flotó ni tuvimos la oportunidad de navegarlo, aunque sí lo vadeamos  con los viejos amigos –en ese entonces tan jóvenes-  para armar unas carpas y sentirnos en un mundo lejano,  en el mismo lugar que hoy ocupa una ciudadela.

Dentro del corazón está el molino hecho por el abuelo con las hojas del penco, en la acequia de la quinta: cada vez se parece más a esta vida, que ha girado y girado envuelta por los ríos de nuestra Cuenca querida. 

Publicado el 5 de noviembre de 2014

miércoles, 29 de octubre de 2014

El grito

El martillador de Sotheby’s presenta el cuadro: se trata de “El grito”, la famosa obra de Edvard Munch.

La sala está llena de personas interesadas en la subasta: se ven trajes finos, sombreros, e inclusive corredores de arte que, con teléfono en mano, se comunican con algún oferente en países lejanos. Tal vez  en Francia, quizás en Rusia, seguro en Catar.

“El grito” no es un cuadro muy grande. Mide menos de un metro de alto, pero el rostro desencajado del personaje muestra un rictus de pavor, dolor o miedo imposibles de traducir en palabras. Impacta y se queda metido en la conciencia para siempre.

La figura ha sido utilizada en portadas de revistas que  quieren expresar los horrores de una guerra, el signo de la tortura o el insostenible dolor de una pérdida colectiva.

El cuadro ha sido sacado de una bodega, resguardado por dos oficiales con guantes blancos. La subasta empieza y las cifras se elevan estratosféricamente. Al final, el martillador, como si fuera el paradigma de su profesión, golpea la madera y proclama: “vendido por ciento diecinueve millones doscientos veintidós mil dólares”.

Los estudiantes universitarios que, en clase,  miran el video de la subasta, piden ahora que se les muestre la venta de un Mustang GT, una cartera de Chanel o el cuadro de la sopa de Andy Warhol. Después rebajan sus pretensiones y en la pantalla aparecen simplemente relojes de 12 dólares, tabletas y equipos tecnológicos. Las chicas piden ver zapatos y ropa; los jóvenes, alguna bicicleta y relojes.
El internet: esa ventana al mundo, te pone delante lo que desees. Te permite estudiar y, a la vez,  envidiar a quien puede comprar las cosas maravillosas que se ofrecen. Las incongruencias también están presentes: un reloj fino se vende en 7.000 dólares, pero el envío a la casa del comprador es gratis. (¡!)

En la mirada de alguno se ve esa sensación de incredulidad porque una obra de arte pueda costar tanto. La chica que ha tenido la posibilidad de viajar recuerda la impresión que le causó el “Guernica” de Picasso.
Termina la clase; un estudiante comenta con un compañero: “¡ciento diecinueve millones! y yo tuve que pegar un grito en la casa para que me den para el bus”.  

Publicado el 29 de octubre de 2014

miércoles, 22 de octubre de 2014

Este momento

Compleja como es la vida, está llena de pequeños momentos que la vuelven feliz o desdichada. Todo tiempo pasado fue mejor porque no solemos recordar los problemas. Si lo que te inquieta tiene solución ¿para qué te preocupas? Si no lo tiene, ¿para qué te preocupas?

Más allá de eso, sí hay momentos que fueron una vez y no volverán nunca. Podemos hacer una lista con todas las cosas que ya no serán. Sin embargo, para no entrar en disquisiciones de carácter filosófico, la lista puede ser más sencilla y cada uno de nosotros puede hacer la suya.

Por ejemplo: 

¿Estuviste presente cuando Ángel Liciardi marcó su último gol en el Deportivo Cuenca y las cosas eran mejores que ahora?

¿Estás dispuesto a buscar la raqueta de tenis o el último golpe ya pasó?

¿Es esta noche la última vez que tu nieto se meterá en tu cama a que le leas un cuento, porque mañana estará con sus amigos planeando una fiesta con chicas y nunca más se le ocurrirá dormir en el cuarto de sus abuelos?

¿Vino a Cuenca el cantante que te gustaba y no fuiste a verlo? En el fondo, sabes que no habrá otra oportunidad.

¿Es éste el último juego de cartas con los amigos, pues las obligaciones diarias impedirán que se vean como siempre lo hacían? ¿O el último ron, porque ya te hace mal?

¿El libro que compraste con tanto afán se quedará permanentemente cerrado sobre el escritorio con el marcador en la página 92, pues  está tan malo que no volverás a leerlo?

¿Estás en la clase final en la universidad y tu vida cambiará desde mañana? ¿Alguna vez entrarás de nuevo a esa aula?

La vida es dinámica y no podemos quedarnos anclados en el pasado pero no está demás superar la alienación que significa el tráfico, el trabajo, la computadora, la televisión y sentir que éste es el momento que tengo ahora. Y gozarlo. 

Publicado el 22 de octubre de 2014

miércoles, 15 de octubre de 2014

Premilitar

“Ahora que tienes 18 años de edad, puedes decir soy mayor de edad y tirar tu cédula sobre la mesa para comprobarlo”. Palabras más, palabras menos, esa es la publicidad que hoy llama a los jóvenes al servicio militar voluntario.

Pasaron ya los tiempos en que los camiones del Ejército recorrían las calles de la ciudad “cazando”  estudiantes para llevarlos a la conscripción. Ya no existe más ese sábado –fatídico- en que todos los colegiales iban a la Zona Militar a presentarse para ver si salían “favorecidos” y se unían a filas durante un año. (Para ser claros, nunca entendí eso de “favorecidos”)

En la libreta militar, en época de Tiwintza, todos descubrimos un talonario que servía para ir al frente. Sin embargo el papelito, que ordenaba a cualquier vehículo púbico o privado a llevar al reservista a donde estaba la acción bélica, tenía la frase ominosa “Vale para un viaje de ida, sin  retorno”.

Hubo, sin embargo, una época en que los estudiantes hacíamos la “premilitar”. Vestíamos uniforme de fatiga e íbamos a las siete en punto del sábado a uno de los cuarteles, con botas y cristina. Allí nos esperaba el sargento que sería nuestro guía por todo el año.

Aprendíamos la teoría de la guerra, aunque ninguno de los profesores hubiera leído a Von Clausewitz y ni siquiera a SunTzu. Luego venían las actividades físicas entre las que destacaba el famoso “cabo comando” sobre el que reptábamos aguantando duro, para evitar la caída y la burla de los compañeros.

El trote necesitaba un versito singular que permitía tanto la concentración (¿?) como la respiración: “Buenos días/señoritas/aquí estamos/los mejores...” y así por el estilo. La jornada más dura fue trotar desde Machángara hasta El Descanso, con mochila... y unas botas durísimas.
Lo mejor: aprender a armar y desarmar el viejo fusil FAL, para limpiarlo a fondo. Había que hacerlo rápido y hacerlo bien, mirando primero el número de serie para no limpiar el del compañero.

Cierto día también disparamos el fusil. Bien apegado al hombro, no golpeaba muy duro ni lanzaba al suelo al tirador. Después, comprobar que el tiro dio en la diana y sentirse consagrado como soldado suponían la misma emoción.

Viejos tiempos de recuerdos y esfuerzo, que en algo sirvieron para forjar el carácter y saber que el país no se acaba en el patio de la casa. El olor a pólvora de cuartel todavía está presente.  

miércoles, 8 de octubre de 2014

Reglas claras

¡Reglas claras, reglas simples! Pero no son las 17 reglas del fútbol en su estado original sino otras, las que se acostumbraban –y aún se usan- en cualquier cancha de barrio.

Partían con la primera e indudable: el dueño de la pelota siempre juega, aunque sea muy mal futbolista. Más allá de eso: puede escoger los equipos si bien influirán  las presiones de los compañeros. Poco a poco se ven las caras largas de los que van quedando sin ser llamados. Al final, el gordito o el más inútil irá al arco, pese a que ha llorado para que le dejen jugar en el campo. A veces se juega inclusive sin arquero, pero no hay como patear la pelota desde más allá de media cancha.

Los equipos serán de seis o de siete. Si falta un jugador para completar el número, el más hábil irá al grupo menor.

Siguiente regla: el equipo que recibe el primer gol se saca las camisetas. Tiene su lógica: los jugadores son amigos y podría alguno de ellos, siendo rival (y ha sucedido) pedir la pelota al más ingenuo del equipo contrario y mandarse un cañonazo imparable que termine en un tanto. 

El partido puede jugarse por tiempo o por goles. A veces se vuelve interminable y la solución está a mano: el que mete el último gol, gana. También la FIFA quiso hacer lo mismo con el “gol de oro” pero sus jugadores no tenían ni la entrega ni la lealtad del equipo de barrio, y este experimento no prosperó.

¿Equipos mixtos? Impensable en años anteriores, cuando se jugaba un interjorgas. Aceptable en los paseos familiares, aunque el juego sufre en su intensidad y un pelotazo a una de las jugadoras del equipo contrario se considera de muy mala fe y puede llevar a que el novio aparezca, desalado, desde el banco, listo a vengar con un puñete la falta de caballerosidad del shuteador.

Los propios equipos hacen de jueces, pero muchas veces las faltas son pasadas por alto. Un arco sin redes es siempre motivo de grandes discusiones y el tiro penal es la solución final para un gol “fantasma”.

No falta aquél que no calcula y lanza un cañonazo que va a parar al otro lado de la calle (eso, cuando el balón no cae al río). Regla fija: el que la lanza lejos, va a traerla. A veces el retorno es triste porque se produjo un pinchazo de penco que termina abruptamente el partido.

Publicado el 8 de octubre de 2014

miércoles, 1 de octubre de 2014

De rodillas

El boxeador recibe un gancho de derecha y se derrumba. Trata de sostenerse, casi manoteando en el aire, pero las piernas no le soportan. En un último esfuerzo logra mantenerse sobre la lona, pero de rodillas. La fotografía de la prensa le mostrará así, derrotado.

Va la gente a la iglesia en Semana Santa; la tradición le guía a recorrer las siete iglesias. En cada una de ellas se acerca al reclinatorio y se arrodilla. Lo hace para pedir perdón de los pecados cometidos y, a veces, para agradecer.

La figura de un hombre arrodillado demuestra sumisión o derrota. Algún viejo todavía recordará la frase “de rodillas sólo ante Dios”. En los cuarteles se lee (¿todavía?) “ Más vale morir de pie que vivir de rodillas”

Es que caer de hinojos es poner la cabeza a la altura de la bota o de la espada. Es la imagen para el tiro en la nuca y la caída a la fosa común. Nadie que se encuentre de rodillas guarda la dignidad sino que se muestra sumiso y dispuesto a los deseos del adversario.

De rodillas se pide perdón, se implora, se suplica misericordia.

El que se prosterna sabe que ha quedado a disposición del otro.

¿Qué decir del que obliga a un hombre humilde, a una mujer del pueblo, a arrodillarse para pedir perdón? ¿Del que ansía mostrarse magnánimo siempre que el otro-al que ha calificado ya como un individuo despreciable-pida clemencia públicamente?

Nuestras leyes, empezando por la Constitución del Ecuador, contemplan la figura del indulto. Si, aquella que también se encontraba presente en la plaza de toros, y que liberaba al astado más valiente de la muerte. Esta figura pervertida busca ahora “perdonar” siempre que el “delincuente”, verdadero o no, ruede por el suelo y muestre en el polvo como si lo hiciera ante un amo, su imagen de hinojos, derrotada.

Y con esto se nos ha llevado a creer que el indulto es un acto de magnanimidad de un gobernante, y no la aplicación de la ley que, en un Estado democrático, no puede jamás vituperar para concederlo. También el que obliga a otro a arrodillarse, aprovechando de su debilidad o condición, pierde la dignidad. 

Publicado el 1 de octubre de 2014

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El pick-up

¿Que los cuencanos cantamos? Si, porque de chicos nos vacunan con aguja de victrola.

Ese viejo chiste es actualmente ininteligible. Nadie sabe lo que es una victrola ni ha visto jamás el cartel de RCA Víctor, ese que muestra un perro escuchando la corneta del aparato. La frase que venía con la imagen era muy decidora: “La voz de su amo” y se veía la cara triste del perrito oyendo a su dueño, que posiblemente no vendría más a darle un mendrugo de pan.

Mucho más nuevo que la victrola era el pick-up: un invento prodigioso que permitía llevar los discos de 45 r.p.m. a cualquier lugar o fiesta siempre que hubiera energía eléctrica. Por ende, era obligatorio cargarse el aparato y un alambre de extensión muy largo, que a veces recorría decenas de metros hasta el sitio de la reunión.
Después, escoger los discos y ponerlos con cuidado en el tocadiscos portátil para que no se rayen. No había ruido más horrendo que aquél que hacía la aguja al resbalar del primer surco al último, dejando inútil el vinilo, pues Antonio Prieto empezaba a repetir “blanca y radiante va la novia”  hasta el hastío.

Los discos se torcían cuando se dejaban al sol y las agujas tampoco duraban mucho. Unas eran simplemente eso: pequeñas piezas de metal, con una punta afilada, que en el mejor de los casos tenía un “diamante”. Otras venían en cápsulas para cambiarlas fácilmente, pero todas eran muy delicadas. 

La fiesta terminaba abruptamente cuando la aguja se rompía y la decepción cundía entre los presentes si había empezado ya la serie de “boleros” que permitían bailar apegados, tratando de evitar el freno de mano de algunas chicas inaccesibles.

El dueño del tocadiscos tenía una especie de veto sobre la música que se ponía. Los discos tampoco eran baratos y, por ello, la variedad de canciones que podían escucharse era limitada. La habilidad en escogerlas producía como resultado el éxito o el fracaso de la fiesta y los decibeles que marcaban el volumen musical suponían que el reciente rock-n-roll se escuchara o no con toda su salvaje frescura.


Eran tiempos en que las cosas, inclusive los discos, se buscaban, compraban y guardaban, pese a que nunca más volvieran a escucharse. Es verdad que hoy tenemos la posibilidad de oír en la web lo que queremos. La tecnología nos ha abierto el mundo, pero por allí, olvidado, hay un pequeño disco que nos marcó la vida.

Publicado el 24 de septiembre de 2014

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Magakán

Un día llegó a Cuenca y, en el viejo teatro donde se pasaban películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, se plantó el escenario e hipnotizó a media asistencia.

La gente más respetable, que subió al tablado, perdió su conciencia y lloró como un niño de pecho, tomó el biberón y bailó contorsionándose como si fuera Tongolele.

Un chasquido de los dedos volvió a la realidad a todos los espontáneos que treparon al escenario: unos por su propia voluntad y, otros, impulsados por la llamada del mago, imposible de resistir.

Después, de vuelta a las butacas, a preguntar qué había sucedido entre las sonrisas divertidas e incrédulas de los circundantes que daban gracias por no haber caído en el hechizo que les llevaría al ridículo.

Así, una función tras otra. Y también en la radio, donde su voz penetrante anunciaba que varios de los que escuchaban entrarían en un sueño profundo, del que no recordarían nada y que, gracias a un extraño sortilegio, volverían descansados y felices a la vida cotidiana.

Su nombre causaba sensación con solo escucharlo: ¡Magakán!

¿Cuál era su origen? ¿Es verdad que había estudiado en la India, entre los faquires que se acuestan en una cama de clavos y tocan la flauta para que las cobras dancen? ¿O estuvo en Arabia, aprendiendo en el desierto con los herederos del Ladrón de Damasco? Nadie lo sabía.

Aparecían los anuncios que avisaban que la función “única y extraordinaria, nunca vista”, se produciría en poco tiempo, y la ansiedad recorría la ciudad, que esperaba la visita de este hombre con poderes mágicos. Muchos descreídos compraban libros que explicaban con lujo de detalles cómo se hipnotiza a la gente: la voz profunda, el reloj de bolsillo balanceándose frente a los ojos, la mente que se impone.

Trataban de emular al visitante, pero en medio del sueño hipnótico no faltaba quien abría un ojo, o sonreía. Con  Magakán, jamás.

Dejó de venir a Cuenca; la leyenda creció y la gente estaba segura que Magakán había emigrado a tierras lejanas para continuar su aprendizaje. Pero nunca más volvió. Hace 25 años, en su tierra natal, Cotopaxi, Magakán, ya viejo, cerró los ojos para siempre.

Publicado el 17 de septiembre de 2014 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Historia de las cosas

¡No es posible creerlo! ¿El sostén, inventado recién a finales del siglo XIX y comercializado desde 1910?
Si no existiera la magia del cine, nunca habríamos visto a Raquel Welch, con su bikini “un millón de años a.C.”, pues la famosa Raquel, de apellido Tejada ya que su padre era boliviano, se convirtió en un sex symbol con esa prenda, todavía no inventada en la época de las cavernas.
Las feministas no habrían podido quemarlo en los años sesenta como muestra de su militante lucha por la liberación, como los varones lo hacían con la libreta de enrolamiento para evitar el viaje a Vietnam, cosa que parece que hizo el matrimonio Clinton en sus tiempos universitarios.
La historia de las cosas: las que vemos todos los días, que creemos de una antigüedad insondable, están más cerca de nosotros de lo que creemos. Por supuesto, relativamente, cuando hablamos del desarrollo de la humanidad en los últimos 20.000 años.
Comer guatita con cuchara se volvió “viral” hace unos años, antes de la posibilidad que la comida chatarra pudiera sufrir el embate de los impuestos. Claro: si el tenedor recién lo puso de moda Catalina de Médici, que lo usaba además para rascarse la espalda.
Por ello la gente más elegante comió con las manos hasta el mismo siglo XVIII. Ahora lo hacemos también con los platos típicos de nuestra cocina pues, como bien lo dice el “Tres Estrellas”: el cuy con las manos. Pero sin los cubiertos tampoco existirían las cenas románticas.
¿Un caso más? El de los zapatos. Imelda Marcos –si, la misma que, por oír a los Beatles en las Filipinas, casi llevó a que los guardias de su marido presidente los metieran presos- tuvo una colección de 1.000 pares, casi como en el guardarropa de las chicas de hoy.
Tales zapatos tienen cada uno su izquierdo y su derecho: los Tres Mosqueteros, sin embargo, usaron botas que podrían calzarse indistintamente en cualquier pie. La fabricación no hizo diferencia sino hasta el año 1800, mucho después de los zapatitos de taco de los reyes franceses.
Las cosas: buen tema para pensar, y descubrir qué verán nuestros hijos y nietos. ¿Un nuevo celular? Vejeces del abuelo. ¿Un iPod minúsculo?: tal vez al lado de los casetes y la plancha de hierro, como recuerdo de una tarde inolvidable y ya olvidada, como lo decía Borges de un trébol de cuatro hojas. 

Publicado el 10 de septiembre de 2014

miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Fue mejor?

Que todo tiempo pasado fue mejor nadie lo duda. Y es que la mente humana tiende, ventajosamente, a olvidar los problemas y los malos ratos. Al final, con la bruma del tiempo todo se embellece y lo que pudo haber sido una circunstancia anodina se evoca –o construye- con pequeños recuerdos agigantados y posiblemente falsos.

¿Tuvimos otra vida? ¿Fuimos ciudadanos de otro lugar y tiempo? Si fuera posible, dirá cualquiera, volvería en una máquina a otra época en la que posiblemente fui más próspero (y poderoso).

Es que las situaciones vividas de seguro fueron más interesantes que el aburrido trajín de ir a la oficina de ocho a doce y de dos a seis. Eso si: siempre un héroe, nunca un vasallo como el que se arrastra camino al taller, la clase o el empleo degradante.

¿Quién no ha soñado que vivió en la Roma Clásica y entró entre trompetas por el camino del Foro, después de triunfar en las Galias? Nadie, sin embargo, espera haber sido el galeote que rema, con el látigo en la espalda destrozada, mientras el trirreme navega por el Mediterráneo.

Seguro que viví en la corte del Inca y, si no fui uno de ellos, posiblemente estuve tras el trono, tratando de persuadirle que destruya a los blancos barbudos que aparecieron de pronto. ¿Y si fui uno de los mitimaes expulsados de la tierra para trabajar en otra, extraña y dura, a miles de kilómetros de mi sembrío de maíz? ¿O un degollado en Yahuarcocha?

Jamás supondré estar en las trincheras de la Gran Guerra, sino volando en un biplano sobre el lodo donde yacen los soldados ciegos por el gas de mostaza.

Seguramente tendré la estrella del sheriff y seré el más rápido del Oeste, y nunca apareceré muerto en Little Big Horn entre los cientos de soldados caídos por la imprudencia del general Custer.

Habré sido Rumiñahui, o Huayna-Cápac, o tal vez Ricardo Corazón de León, pero nunca el peón que jamás vio una batalla y que, durante toda su vida, lo único que hizo fue cavar la tierra y morir de viejo a los 32 años.

Seguro que todo tiempo pasado fue mejor y, por ello, es razonable mantenerlo en la memoria. Una máquina del tiempo: ¿para qué? Parece que Joaquín Sabina tiene razón: “al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver.”  

Publicado el 3 de septiembre de 2014