miércoles, 15 de octubre de 2014

Premilitar

“Ahora que tienes 18 años de edad, puedes decir soy mayor de edad y tirar tu cédula sobre la mesa para comprobarlo”. Palabras más, palabras menos, esa es la publicidad que hoy llama a los jóvenes al servicio militar voluntario.

Pasaron ya los tiempos en que los camiones del Ejército recorrían las calles de la ciudad “cazando”  estudiantes para llevarlos a la conscripción. Ya no existe más ese sábado –fatídico- en que todos los colegiales iban a la Zona Militar a presentarse para ver si salían “favorecidos” y se unían a filas durante un año. (Para ser claros, nunca entendí eso de “favorecidos”)

En la libreta militar, en época de Tiwintza, todos descubrimos un talonario que servía para ir al frente. Sin embargo el papelito, que ordenaba a cualquier vehículo púbico o privado a llevar al reservista a donde estaba la acción bélica, tenía la frase ominosa “Vale para un viaje de ida, sin  retorno”.

Hubo, sin embargo, una época en que los estudiantes hacíamos la “premilitar”. Vestíamos uniforme de fatiga e íbamos a las siete en punto del sábado a uno de los cuarteles, con botas y cristina. Allí nos esperaba el sargento que sería nuestro guía por todo el año.

Aprendíamos la teoría de la guerra, aunque ninguno de los profesores hubiera leído a Von Clausewitz y ni siquiera a SunTzu. Luego venían las actividades físicas entre las que destacaba el famoso “cabo comando” sobre el que reptábamos aguantando duro, para evitar la caída y la burla de los compañeros.

El trote necesitaba un versito singular que permitía tanto la concentración (¿?) como la respiración: “Buenos días/señoritas/aquí estamos/los mejores...” y así por el estilo. La jornada más dura fue trotar desde Machángara hasta El Descanso, con mochila... y unas botas durísimas.
Lo mejor: aprender a armar y desarmar el viejo fusil FAL, para limpiarlo a fondo. Había que hacerlo rápido y hacerlo bien, mirando primero el número de serie para no limpiar el del compañero.

Cierto día también disparamos el fusil. Bien apegado al hombro, no golpeaba muy duro ni lanzaba al suelo al tirador. Después, comprobar que el tiro dio en la diana y sentirse consagrado como soldado suponían la misma emoción.

Viejos tiempos de recuerdos y esfuerzo, que en algo sirvieron para forjar el carácter y saber que el país no se acaba en el patio de la casa. El olor a pólvora de cuartel todavía está presente.  

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