Un carro de madera, un gran pedazo de hielo, varios frascos
de colores brillantes: verdes, amarillos y rosados, un raspador parecido al
cepillo conque se pule la madera, un grupo de muchachos sudorosos después del
partido de fútbol en el patio de la escuela.
Cada uno de ellos recibe, en su vaso, el raspado que
aliviará la sed aunque la lengua quede teñida durante horas. El hielo que se
deshace con el sol del mediodía, y el letrero que nunca falta: “Hoy no fío,
mañana si”, terminan de definir una imagen detenida en el tiempo. Es que este
heladero no requiere la publicidad en los medios para tener éxito con los
muchachos.
Un poco más allá, la espumilla de guayaba, llena de grageas
de colores, con los conos volteados esperando que la cuchara los llene. Una mosca
que vuela y trata de asentarse prontamente es ahuyentada por el dueño del
charol.
En las noches frías del Septenario se instalan los
mercachifles que venden toda clase de cosas, los que gritan para atraer a los
incautos que quieren probar su puntería, a sabiendas que la mira de la escopeta
de motas está trucada. Cerca está la carne en palito, y el hambre termina de
vencer cuando hay que elegir entre gastar los centavos en el tiro al blanco o
en el chuzo humeante.
Manzanas enconfitadas que se menean en lo alto de un palo,
suponen que quien las come tiene una buena dentadura, incapaz de rendirse ante
el pegajoso dulce.
El perro caliente, completo con su salsa de cebollas
reconocible de inmediato, llama también al hambriento que desea un buen bocado,
aunque éste pudiera terminar en algo así como una intoxicación.
Éstas son comidas populares que se encuentran en cada feria,
en cada fiesta popular, en la entrada de la iglesia a la que se va para la
Visita al Santísimo, o en la carrera de la Cruces. Quien no las ha probado ha escamoteado
algo a su vida juvenil, cuando el estómago aguanta todo.
La sociedad se ha vuelto cuidadosa: prontamente los
alimentos que no son buenos para la salud tendrán vetada la publicidad, no
saldrán en los diarios, ni tendrán cabida en la tele o en la radio.
Seamos francos: si por ello fuera, tampoco el hornado de la
plaza de Gualaceo, el caldo de patas, o
la cuchicara de la avenida Don Bosco, llegarían
al mínimo necesario para aparecer en la prensa. Nunca mejor dicho: en este caso
la publicidad pasa de boca en boca. Si no fuera así, algún burócrata estaría
listo para vetarla.
Publicado el 23 de octubre de 2013
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