Contaba un amigo que ha concluido sus actividades en una institución pública. Ha permanecido de funcionario durante muchos años, dentro de una oficina, si bien relativamente cómoda, pero encerrado entre cuatro paredes. La luz que le alumbraba era de neón y la pantalla de la computadora le disparó rayos catódicos todos los días.
Su rutina diaria suponía llegar a una hora determinada al trabajo, permanecer todo el día, y salir al final de la tarde, directo a su casa. Eso, duramente más de 20 años.
Hoy que se ha retirado decidió hacer algo que añoraba hace mucho tiempo: se ha dedicado a recorrer a pie la ciudad en la que nació y ha vivido siempre. Al llegar al centro ha alzado la vista y ha encontrado la belleza de la ciudad que muchas veces nos pasa desapercibida por la velocidad del vehículo que nos lleva, o por la premura que nos empuja a cumplir obligaciones con la vista baja y mirando una vereda.
Juan está entusiasmado y comenta con pasión sobre lo que ha contemplado en estos últimos días: un cielo azul profundo sobre el que se dibujan las torres de Santo Domingo, los rayos de sol polvoriento que cruzan la Catedral Nueva a las cinco de la tarde y rebotan en el empedrado de la calle Sucre, volviéndola de oro; los adoquines mojados que reflejan los balcones y canecillos de las casas; los frisos que aparecen en construcciones que, a nivel del suelo, tienen almacenes de ropa para niños.
Juan ha caminado horas y horas por la ciudad, volviendo a sentirla suya, a regocijarse del entorno; a agradecer el hecho reflexionado o fortuito, pero milagroso, que ha llevado a que estas casas se mantengan en pie y no hayan sido reemplazadas por mamotretos de cemento con vidrios azules de pecera, como tantos que se ven en las afueras.
En una casa de puertas antiguas Juan ha mirado hacia el pasado: ha visto el patio, el traspatio y la huerta, y ha imaginado el árbol de higos, los gallos de pelea, la piedra de las melcochas. Ha sentido el olor de la hierbaluisa y el cedrón y ha visto moverse los fantasmas de los que fueron y aún permanecen.
Todo eso es Cuenca. Ahora que se acerca un nuevo aniversario del 3 de noviembre podemos ratificar que vivimos en una ciudad especialmente bella. No esperemos mostrarla a los visitantes para volver a verla. Levantemos la vista y encontrémonos, otra vez, con su figura y con su espíritu.
Publicado el 30 de octubre de 2013