miércoles, 18 de enero de 2012

El Willys


Rubén tenía un Willys. En los setenta ese vehículo, conocido con el nombre genérico de “jeep”, podía muy bien haber sido una reliquia de la Segunda Guerra Mundial. Ahora se paseaba lentamente por las calles de Cuenca.

Como cualquier Willys de cepa, era de color verde, lata dura, muy dura, y cubierta de lona llena de agujeros. Entraba en él una cantidad indeterminada de estudiantes pues, si usted ha visto un jeep, sabe que los asientos de atrás eran solamente dos planchas de metal colocadas longitudinalmente. La puerta trasera se abría hacia abajo si se soltaban las cadenas que la sostenían.

Girar alrededor de las manzanas de la ciudad para ver a las chicas que permanecían en sus casas, con una mezcla de coquetería y timidez, era la principal ocupación del Willys. No daba igual permanecer de pie frente a la casa de la enamorada que dar vueltas en el jeep: la categoría subía de inmediato.

A veces el Willys podía ser peligroso pues el ruido de su motor impedía que el conductor supiera que uno de los amigos había resuelto bajarse y que lo hacía por la portezuela trasera aprovechando de la poca velocidad del vehículo. Más de uno fue a parar en la calzada en situación poco elegante para presentarse de improviso ante una chica.

El Willys servía también para aprender a manejar, aunque su orgulloso propietario desconfiaba que los amigos-alumnos pudieran tratar al motor del jeep como éste requería, pues las marchas no estaban sincronizadas y era todo un arte “meter cambio” sin destrozar la máquina.

El Willys a veces salía de viaje, aunque este periplo significaba solamente ir a Gualaceo o Paute en algún paseo de carnaval que, por la disposición de su cubierta, era una aventura sumamente arriesgada. Para ello era necesario cargar, en la parte de atrás, una llanta de repuesto que era tal porque había perdido todas sus lonas.

El Willys aguantó por muchos años: motor poderoso y estructura fabricada para situaciones bélicas no podían rendirse fácilmente. Hoy probablemente reposa para siempre en algún garaje del viejo Molino de la Virgen del Río, a orillas del Tomebamba.

El Willys es solamente uno entre tantos; otros pueden ser el pichirilo, la brillante y roja Datsun 1200 o la Toyota Corona blanca, que se movían con cinco sucres de gasolina, suficientes para comprar un galón. ¡Cuántas cosas pasaron en esos queridos cacharros, retratados en su momento por Roberto Carlos, que también cambió su Cadillac por uno de ellos!

Publicado el 18 de enero de 2012

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