miércoles, 2 de noviembre de 2011

Pelea en el Parque de las Monjas

Las fiestas bailables, o matinés, que fueron objeto de un artículo anterior, a veces no terminaban tan bien como se esperaba. Una vez cumplido el rito de la música nacional y terminado el baile, quedaban ciertos rencores entre los asistentes, nacidos, cuando no, de las enamoradas que habían bailado demasiado con otro o, lo que era peor, habían “aceptado” a otro.

La fiesta, en ese momento se congelaba. Los involucrados en la discrepancia se veían obligados a asumir una posición nacida de un sentimiento atávico arraigado en lo más profundo del ser –el duelo- y el asunto terminaba en una pelea.

Pero esta pelea no era necesariamente el mismo momento. A veces había un desafío para el día siguiente, en el Parque de las Monjas, o en el llano al lado del Tres Estrellas; en otras, la situación se zanjaba en el Parque de la Madre, lugares propicios para el enfrentamiento a puños.

Las reglas estaban claras: nada de patadas en el suelo si uno de los contrincantes se caía; tampoco estaban permitidos los mordiscos, ni la rasgada de la ropa. ¿Reglas de caballeros? Tal vez, aunque prevalecía en el subconsciente de los peleadores y de sus amigos una frasecita que tintineaba en el fondo de la cabeza: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hagan a ti.” Reflexión que, entre otras cosas, ha dado origen no solamente a las normas de convivencia sino también al Derecho.

Una vez iniciados los golpes, las dos jorgas que presenciaban haciendo un ruedo, cuidaban que no se involucraran terceros y que el amigo no aguantara demasiado. Rápidamente el asunto terminaba y los contrincantes, todavía mal encarados, con un ojo morado de seguro, se estrechaban la mano como un signo de que todo había concluido.

Me consta, por experiencia, que una vez terminada una pelea en el Parque de la Madre, las jorgas se dividían y los grupos, encaramados en una paila de camioneta, subían mezclados en una demostración de que el asunto estaba zanjado.

¿Tiempos mejores? Tal vez. No se usaban manoplas - tal vez un corcho en los puños para que el golpe fuera más duro- y tampoco botas con punta de acero. De ninguna forma se mandaba a pegar con otro y, menos aún, pagando. Jamás alguien habría usado un puñal. Un arma de fuego era algo impensable.

Indudablemente se producía una situación violenta, no deseada, pero que se asumía con hombría de bien. Muchos de los peleadores llegaron a ser buenos amigos y la “trompiza” es hoy una anécdota de juventud, aunque una nariz rota queda para siempre.


Publicado el 2 de noviembre de 2011

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