En su mano lleva un arma: el chorizo relleno de lana dura, que parece contener una llave de hierro en la punta, por cómo duele el golpe.
Abre paso a la comparsa que transita por la calle el 6 de enero, como un guardia de corps de las señoritas del barrio que visten de españolas o mexicanas.
Cuida también de las “viudas” del Año Viejo, en la noche del 31, impidiendo que algún borracho quiera propasarse con alguna de ellas porque ha olvidado que son hombres disfrazados de mujer.
Los vehículos ruedan muy lentamente por las calles céntricas: se oye ruido y música que brotan de las calles laterales y, de manera intempestiva, aparece el payaso en medio de la bocacalle. Haciendo ademanes, para toda la circulación vehicular. No dice ni una sola palabra, pero a veces lleva un silbato. Su figura impone y los conductores frenan de inmediato para que la caravana de disfrazados pase sin interrupción.
Imagen inolvidable de la primera infancia, el payaso no da risa, asusta. Su figura, que parece enorme, produce temores que llevan de inmediato a abrazar a la mamá. No muestra ni un lejano parentesco con el payaso de circo que tiene un perrito que salta el aro y lanza contra el público un cubo lleno de serpentinas.
Este payaso de la calle parece un ser diabólico que no está dispuesto a hacer chistes. Es, simplemente, un custodio, un guardia un ser que infunde miedo.
Pasada la caravana y cuando todo ha concluido, el payaso se libera de su máscara y aparece tal cual es: el hijo adolescente del zapatero del barrio; el joven que juega vóley en la cancha de tierra que hay dos cuadras más arriba; el muchacho que acaba de salir de la conscripción para venir a ayudar a su madre en la tienda de la esquina. Ni siquiera son muy altos. Todos, personas comunes que, por una noche y para siempre, impactaron en la mente maleable de un niño que les vio pasar.
Publicado el 30 de diciembre de 2015
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