La bolita se lanzaba desde uno de los bordes de la mesa, justo para que rebotara al campo contrario lo más lejos posible. Con un poco de suerte, podía hasta entrar al arco rival, cosa que no acreditaba la habilidad del jugador.
Los más aventajados jugaban solos contra su adversario; los que podían menos, en parejas. En este segundo caso, cada uno tenía dos manijas; en el primero, el experto se batía con cuatro, incluyendo la del arquero.
Había mesas que no estaban totalmente horizontales y que favorecían a un lado de la cancha. La bolita, puesta en el centro, rodaba hacia uno de los extremos de manera notoria.
Los muñecos, siempre de alguna dura aleación metálica y no de plástico –como ahora- estaban pintados con los colores clásicos de los equipos nacionales o extranjeros. Todos tenían la misma cara aplastada pues, aunque parezca extraño, se podía disparar hasta con la cabeza del muñeco. Eso sí, algunos tenían el pelo pintado de rubio y otros de negro: en la mente infantil posiblemente los primeros eran uruguayos.
Los futbolines del barrio no tenían la mala fama de los billares. Pero, para jugar había que pagar: la moneda introducida por una rendija en la parte baja de la mesa permitía tirar del extremo metálico, que traía en cascada las cinco bolas que venían desde el interior.
A veces salían solamente cuatro, o tres, y había que reclamar al dueño de la tienda para que éste, cansadamente, abriera un candado y levantara toda la parte superior de la mesa, incluyendo los muñecos, para buscar las bolas desaparecidas.
Después: a iniciar el juego. El más habilidoso del barrio podía hacer pases, fintas y disparar desde cualquier lugar de la cancha con grandes posibilidades de éxito.
Eso si, como todo en la vida, jugar al futbolín tenía sus reglas. La principal estaba dada para que el bisoño, el inútil, el desaforado, no pudieran ganar al ducho, al fino, al que sí sabía jugar. Esta simple regla decía: “¿Remolino? ¡Penal!”
Es que usar el remolino desnaturalizaba el juego: revolver la manija como si fuera un molinillo de chocolate no era aceptable. Al final de cuentas, el futbolín también tenía su “fair play”.
Publicado el 16 de septiembre de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11262-remolino-penal/
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