En la mitad de la cuadra solía haber una puerta. Las dos hojas, a veces abiertas de par en par y, otras, entornadas, no dejaban ver el interior pues una pesada cortina lo impedía. El transeúnte escuchaba voces veladas, olor de humo y el golpe característico de una bola chocando con otra. Era el billar del barrio.
Este lugar aparecía ante alguna tía beata como el refugio del demonio. Los consejos a los niños, asustaban: allá adentro pasaban muchas cosas malas y entrar equivalía a pasar por la puerta del infierno. Al ir y volver de la escuela era mejor cruzar a la vereda del frente.
Llegados los años del colegio, alguno de los amigos venía con la extraña noticia: “mi tío –siempre algún solterón- me llevó a jugar billa.”
Inmediatamente nacían las preguntas: ¿qué pasaba allá adentro, quiénes asistían, es cierto que había ladrones? Algo tenía que suceder cuando en la misma entrada se pintaba un letrero que prohibía la entrada a menores de edad.
La respuesta confundía: en los billares estaban los amigos de jorga del mencionado tío además del zapatero de la esquina, el oficinista que trabajaba en el edificio que quedaba más abajo (“creo que es la Asociación de Empleados”) y hasta el portero de la escuela.
Algún día especial, jugándose el físico para que no lo supieran en la casa, los adolescentes se atrevían a levantar esa cortina para encontrarse con el dueño del lugar al que había que convencer que, en esa tarde de martes sin clases, lo mejor que podían hacer es echarse unas partidas de billa.
El individuo condescendía advirtiendo que, de tragos, nada. A lo mejor una cerveza, que se tomaba entre los cuatro que habían puesto la cuota.
Los primerizos recibían claros consejos: cuidado con romper el paño o taquear la bola fuera de la mesa.
Los primerizos recibían claros consejos: cuidado con romper el paño o taquear la bola fuera de la mesa.
El juego parecía fácil hasta que la bola blanca iba directo a la buchaca, ante las risas de los más sabidos. Los negros, colgados de un alambre en una de las esquinas del cuarto, empezaban a contabilizar todos los errores. Terminado el primer juego los puntos no alcanzaban por tanta “bañada” y golpe a la bola equivocada.
El más inútil de los concurrentes pasaba entonces el taco, y con la generosa frase “ahora juega vos”, esperaba un siguiente turno tratando de aprender el golpe ideal -dale con el taco bajo, ahora con banda- de un juego que convertía de repente en una clase de física en movimiento.
Hace unos días pasé por la misma casa: la puerta esta cerrada desde hace años. Nunca más se ha escuchado “ahora dale a la ocho”.
Publicado el 28 de enero de 2015
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