¿Te acuerdas que, alguna vez, por allí, veíamos a los enamorados que caminaban y se sentaban bajo los árboles, besándose y abrazándose, lo que nos producía el escozor propio de la edad, recién llegada la adolescencia?
¿Recuerdas cuando el río Tarqui se desbordó y parecía un espejo enorme, lleno de sauces llorones, como una señal que Cuenca estaba cerca, y el camino desde Bajoalto, hoy desaparecido, era tan largo? ¿Y después, entrando por la avenida Loja, ver las cúpulas de la Catedral, que te decían que ya habías llegado?
¿Todavía están en tu mente los paseos a Barabón, bordeando el Yanuncay oscuro, con el color del hierro y las montañas de Soldados abrumándonos con su tamaño? El esfuerzo enorme de la trepada hacia los cerros que dividían el Azuay de la Costa y, después, la bajada casi sin frenar en la bicicleta, que cruzaba rauda cerca de esos puentes con techo que llevaban al otro lado, donde se veían las conchas blancas y esas flores amarillas, que mamá nos reventaba en la frente cuando éramos pequeños.
¿Está todavía presente el rugido del Tomebamba cuando algunos audaces se lanzaron a navegarlo en canoas improvisadas, kayaks que nunca salieron de un taller decente, pero que mostraron el arrojo de los jóvenes que venían de mucho más allá del puente de El Vado e iban hacia el Paraíso, para acercarse a la orilla antes de que el río se volviera aún más peligroso? ¿Y cuando lo veíamos desde lo alto de la Calle Larga, bajando al colegio?
Nuestra balsa en el río Machángara, hecha con chaguarqueros, nuca flotó ni tuvimos la oportunidad de navegarlo, aunque sí lo vadeamos con los viejos amigos –en ese entonces tan jóvenes- para armar unas carpas y sentirnos en un mundo lejano, en el mismo lugar que hoy ocupa una ciudadela.
Dentro del corazón está el molino hecho por el abuelo con las hojas del penco, en la acequia de la quinta: cada vez se parece más a esta vida, que ha girado y girado envuelta por los ríos de nuestra Cuenca querida.
Publicado el 5 de noviembre de 2014
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