miércoles, 24 de septiembre de 2014

El pick-up

¿Que los cuencanos cantamos? Si, porque de chicos nos vacunan con aguja de victrola.

Ese viejo chiste es actualmente ininteligible. Nadie sabe lo que es una victrola ni ha visto jamás el cartel de RCA Víctor, ese que muestra un perro escuchando la corneta del aparato. La frase que venía con la imagen era muy decidora: “La voz de su amo” y se veía la cara triste del perrito oyendo a su dueño, que posiblemente no vendría más a darle un mendrugo de pan.

Mucho más nuevo que la victrola era el pick-up: un invento prodigioso que permitía llevar los discos de 45 r.p.m. a cualquier lugar o fiesta siempre que hubiera energía eléctrica. Por ende, era obligatorio cargarse el aparato y un alambre de extensión muy largo, que a veces recorría decenas de metros hasta el sitio de la reunión.
Después, escoger los discos y ponerlos con cuidado en el tocadiscos portátil para que no se rayen. No había ruido más horrendo que aquél que hacía la aguja al resbalar del primer surco al último, dejando inútil el vinilo, pues Antonio Prieto empezaba a repetir “blanca y radiante va la novia”  hasta el hastío.

Los discos se torcían cuando se dejaban al sol y las agujas tampoco duraban mucho. Unas eran simplemente eso: pequeñas piezas de metal, con una punta afilada, que en el mejor de los casos tenía un “diamante”. Otras venían en cápsulas para cambiarlas fácilmente, pero todas eran muy delicadas. 

La fiesta terminaba abruptamente cuando la aguja se rompía y la decepción cundía entre los presentes si había empezado ya la serie de “boleros” que permitían bailar apegados, tratando de evitar el freno de mano de algunas chicas inaccesibles.

El dueño del tocadiscos tenía una especie de veto sobre la música que se ponía. Los discos tampoco eran baratos y, por ello, la variedad de canciones que podían escucharse era limitada. La habilidad en escogerlas producía como resultado el éxito o el fracaso de la fiesta y los decibeles que marcaban el volumen musical suponían que el reciente rock-n-roll se escuchara o no con toda su salvaje frescura.


Eran tiempos en que las cosas, inclusive los discos, se buscaban, compraban y guardaban, pese a que nunca más volvieran a escucharse. Es verdad que hoy tenemos la posibilidad de oír en la web lo que queremos. La tecnología nos ha abierto el mundo, pero por allí, olvidado, hay un pequeño disco que nos marcó la vida.

Publicado el 24 de septiembre de 2014

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Magakán

Un día llegó a Cuenca y, en el viejo teatro donde se pasaban películas de Cary Grant y Katharine Hepburn, se plantó el escenario e hipnotizó a media asistencia.

La gente más respetable, que subió al tablado, perdió su conciencia y lloró como un niño de pecho, tomó el biberón y bailó contorsionándose como si fuera Tongolele.

Un chasquido de los dedos volvió a la realidad a todos los espontáneos que treparon al escenario: unos por su propia voluntad y, otros, impulsados por la llamada del mago, imposible de resistir.

Después, de vuelta a las butacas, a preguntar qué había sucedido entre las sonrisas divertidas e incrédulas de los circundantes que daban gracias por no haber caído en el hechizo que les llevaría al ridículo.

Así, una función tras otra. Y también en la radio, donde su voz penetrante anunciaba que varios de los que escuchaban entrarían en un sueño profundo, del que no recordarían nada y que, gracias a un extraño sortilegio, volverían descansados y felices a la vida cotidiana.

Su nombre causaba sensación con solo escucharlo: ¡Magakán!

¿Cuál era su origen? ¿Es verdad que había estudiado en la India, entre los faquires que se acuestan en una cama de clavos y tocan la flauta para que las cobras dancen? ¿O estuvo en Arabia, aprendiendo en el desierto con los herederos del Ladrón de Damasco? Nadie lo sabía.

Aparecían los anuncios que avisaban que la función “única y extraordinaria, nunca vista”, se produciría en poco tiempo, y la ansiedad recorría la ciudad, que esperaba la visita de este hombre con poderes mágicos. Muchos descreídos compraban libros que explicaban con lujo de detalles cómo se hipnotiza a la gente: la voz profunda, el reloj de bolsillo balanceándose frente a los ojos, la mente que se impone.

Trataban de emular al visitante, pero en medio del sueño hipnótico no faltaba quien abría un ojo, o sonreía. Con  Magakán, jamás.

Dejó de venir a Cuenca; la leyenda creció y la gente estaba segura que Magakán había emigrado a tierras lejanas para continuar su aprendizaje. Pero nunca más volvió. Hace 25 años, en su tierra natal, Cotopaxi, Magakán, ya viejo, cerró los ojos para siempre.

Publicado el 17 de septiembre de 2014 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Historia de las cosas

¡No es posible creerlo! ¿El sostén, inventado recién a finales del siglo XIX y comercializado desde 1910?
Si no existiera la magia del cine, nunca habríamos visto a Raquel Welch, con su bikini “un millón de años a.C.”, pues la famosa Raquel, de apellido Tejada ya que su padre era boliviano, se convirtió en un sex symbol con esa prenda, todavía no inventada en la época de las cavernas.
Las feministas no habrían podido quemarlo en los años sesenta como muestra de su militante lucha por la liberación, como los varones lo hacían con la libreta de enrolamiento para evitar el viaje a Vietnam, cosa que parece que hizo el matrimonio Clinton en sus tiempos universitarios.
La historia de las cosas: las que vemos todos los días, que creemos de una antigüedad insondable, están más cerca de nosotros de lo que creemos. Por supuesto, relativamente, cuando hablamos del desarrollo de la humanidad en los últimos 20.000 años.
Comer guatita con cuchara se volvió “viral” hace unos años, antes de la posibilidad que la comida chatarra pudiera sufrir el embate de los impuestos. Claro: si el tenedor recién lo puso de moda Catalina de Médici, que lo usaba además para rascarse la espalda.
Por ello la gente más elegante comió con las manos hasta el mismo siglo XVIII. Ahora lo hacemos también con los platos típicos de nuestra cocina pues, como bien lo dice el “Tres Estrellas”: el cuy con las manos. Pero sin los cubiertos tampoco existirían las cenas románticas.
¿Un caso más? El de los zapatos. Imelda Marcos –si, la misma que, por oír a los Beatles en las Filipinas, casi llevó a que los guardias de su marido presidente los metieran presos- tuvo una colección de 1.000 pares, casi como en el guardarropa de las chicas de hoy.
Tales zapatos tienen cada uno su izquierdo y su derecho: los Tres Mosqueteros, sin embargo, usaron botas que podrían calzarse indistintamente en cualquier pie. La fabricación no hizo diferencia sino hasta el año 1800, mucho después de los zapatitos de taco de los reyes franceses.
Las cosas: buen tema para pensar, y descubrir qué verán nuestros hijos y nietos. ¿Un nuevo celular? Vejeces del abuelo. ¿Un iPod minúsculo?: tal vez al lado de los casetes y la plancha de hierro, como recuerdo de una tarde inolvidable y ya olvidada, como lo decía Borges de un trébol de cuatro hojas. 

Publicado el 10 de septiembre de 2014

miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Fue mejor?

Que todo tiempo pasado fue mejor nadie lo duda. Y es que la mente humana tiende, ventajosamente, a olvidar los problemas y los malos ratos. Al final, con la bruma del tiempo todo se embellece y lo que pudo haber sido una circunstancia anodina se evoca –o construye- con pequeños recuerdos agigantados y posiblemente falsos.

¿Tuvimos otra vida? ¿Fuimos ciudadanos de otro lugar y tiempo? Si fuera posible, dirá cualquiera, volvería en una máquina a otra época en la que posiblemente fui más próspero (y poderoso).

Es que las situaciones vividas de seguro fueron más interesantes que el aburrido trajín de ir a la oficina de ocho a doce y de dos a seis. Eso si: siempre un héroe, nunca un vasallo como el que se arrastra camino al taller, la clase o el empleo degradante.

¿Quién no ha soñado que vivió en la Roma Clásica y entró entre trompetas por el camino del Foro, después de triunfar en las Galias? Nadie, sin embargo, espera haber sido el galeote que rema, con el látigo en la espalda destrozada, mientras el trirreme navega por el Mediterráneo.

Seguro que viví en la corte del Inca y, si no fui uno de ellos, posiblemente estuve tras el trono, tratando de persuadirle que destruya a los blancos barbudos que aparecieron de pronto. ¿Y si fui uno de los mitimaes expulsados de la tierra para trabajar en otra, extraña y dura, a miles de kilómetros de mi sembrío de maíz? ¿O un degollado en Yahuarcocha?

Jamás supondré estar en las trincheras de la Gran Guerra, sino volando en un biplano sobre el lodo donde yacen los soldados ciegos por el gas de mostaza.

Seguramente tendré la estrella del sheriff y seré el más rápido del Oeste, y nunca apareceré muerto en Little Big Horn entre los cientos de soldados caídos por la imprudencia del general Custer.

Habré sido Rumiñahui, o Huayna-Cápac, o tal vez Ricardo Corazón de León, pero nunca el peón que jamás vio una batalla y que, durante toda su vida, lo único que hizo fue cavar la tierra y morir de viejo a los 32 años.

Seguro que todo tiempo pasado fue mejor y, por ello, es razonable mantenerlo en la memoria. Una máquina del tiempo: ¿para qué? Parece que Joaquín Sabina tiene razón: “al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver.”  

Publicado el 3 de septiembre de 2014