No era fácil aprender a jugar al trompo, más aún cuando los compañeros –algunos mayores y, por desgracia, otros menores- lo hacían maravillosamente y el juguetito parecía mágico en sus manos: hacían el columpio (“gulumbio”, en la lengua mocha de la época), lo arreaban hasta hacerle saltar a la palma de la mano, lo dormían...
El primer problema era colocar bien la piola: ésta se resbalaba por la punta, deslizándose desde la parte gorda hasta que el envoltorio se abría en las manos, y había que empezar de nuevo.
Después, intentando una y otra vez que la piola quedase bien ajustada, empezaban a rajarse los dedos y a aparecer las ampollas.
Por último, el arte de lanzarlo, todavía desconocido, llevaba a que el trompo bailara grácilmente ¡pero patas arriba!, con la punta mirando al cielo y la cabeza deslizándose en la tabla o el ladrillo, mientras resonaba la risa de los habilidosos.
La práctica crea al maestro: después de muchos intentos, arrojándolo con fuerza y tirando rápidamente de la piola, se lograba el milagro de verle bailar hasta que los puntitos pintados parecieran una línea continua. El trompo prontamente empezaba a cabecear pero habíamos aprendido.
El asunto no quedaba allí, el siguiente paso era jugar a los “tillos”: tapas de cerveza o gaseosa debidamente golpeadas hasta formar un disco plano que iba directamente al círculo formado con el dedo en la tierra.
El correspondiente sorteo señalaba quien empezaba el juego: el mejor trompo no era el más grande ni el más bonito. El compañero envolvía la piola, lo lanzaba hasta atraparlo en la palma extendida de la mano y, con un movimiento circular que dependía del estilo propio, lo lanzaba contra los “tillos” hasta sacarlos del círculo. Así, una y otra vez, apostando todo lo que había en los bolsillos.
Sin embargo, dentro del juego se presentaba un momento aciago: el perdedor debía pasar su trompo al campeón a que éste le golpeara con la punta para marcarlo definitivamente. El alma se iba a los pies en cada golpe. ¿Se quebraría? Algunos triunfadores permitían que el trompo de castigo fuera otro, pero la norma general indicaba que debía ser el del juego. Y así, cada tarde, hasta que el trompo pasó a ser el símil del mundo que giraba. Llegó el momento en que fue a parar en el cajón del velador y nunca más volvió a girar, ni a ver el sol, ni a golpear un tillo.
Publicado el 19 de febrero de 2014
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