La tienda de la esquina tenía un letrero ininteligible: “Hoy no fío, mañana sí”. ¿Qué quería decir?
Lo cierto es que el lugar estaba lleno de posibilidades si el fiambre alcanzaba: desde figuritas de soldados de plástico, que podrían formar un batallón, unos vestidos de azul y otros de gris (claro, eran de la Guerra de Secesión, totalmente desconocida en las clases de historia de la escuela) hasta guineos helados, que necesitaban una fuerte dentadura aunque el dolor en la frente podía ser inmediato.
La tienda era el lugar para comprar café soluble, sal de frutas para los dolores de barriga, un poco de azúcar para el café con pan con nata de las cuatro de la tarde. Y lo mejor es que estaba aquí mismo, en la equina, a media cuadra aunque la casa paterna estuviera en la mitad de la calle.
Nada de viajes en automóvil hasta el supermercado, ni colas para pagar. Las palabras “dé cobrando, vecina”, resolvían el asunto y era maravilloso ver cómo elaboraba las cuentas de memoria, sumando sucres y centavos en la mente. Sólo después pudimos darnos cuenta que, a veces, las cuentas salían más altas cuando en la casa había que entregar el vuelto.
No todas las tenderas tenían la habilidad de sumar de esta manera: era más práctico arrancar un trozo de papel de empaque del rollo colgado en el mostrador, o tomar un pedazo que igual podía usarse de servilleta para el pan con “mostadela”. El lápiz bajaba de la oreja y, con una lamida en la punta, las cuentas empezaban a desgranarse a lo largo de la hoja de papel de estraza.
Antes que corriera la conciencia del ahorro de las bolsas de papel, la tendera ponía todas las compras en la canasta que venía desde la casa, arreglando los productos de tal manera que los tomates no sufrieran con el peso de la botella de cerveza.
La real dimensión del letrerito colgado en la pared, entre la foto de una chica fumando Chester y una visión idealizada de Cuenca desde el aire e impresa en el Cuarto Centenario de la Fundación, llegaba cuando el comprador pronunciaba las fatídicas palabras: “Mamá dice si puede dar apuntando las compras”. Entonces la tendera se volteaba y con un dedo señalaba: “Hoy no fío...”
Todo quedaba al descubierto; la vuelta a casa era la del perro con el rabo entre las piernas, con la canasta vacía y la necesidad de explicar que tal vez mañana sí podrían fiar en la tienda.
Publicado el 4 de diciembre de 2013
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