miércoles, 19 de junio de 2013

Lora del Parque


Hoy todo el mundo es fotógrafo: la posibilidad de tomar fotos con una cámara ha dado paso a que se enfoque ¡con un teléfono! De allí que todos pongamos nuestras fotos, de muchos megapíxeles o de poca calidad, en las redes sociales.

Nadie compra rollos de filme pues las nuevas cámaras no los necesitan. La fotografía se ha vuelto digital, y los unos y los ceros atrapan ahora los rostros de los seres queridos de la familia, las fiestas de los amigotes, la carita de la nieta, o simplemente los atardeceres increíbles de Cuenca con su explosión de colores que no provienen de filtro alguno sino del aire cristalino en las tardes de junio, y de la luz del sol ecuatorial.

Ante toda la posibilidad de que cada uno ejerza de fotógrafo, los verdaderos artesanos de la luz y la sombra, han desaparecido del Parque Calderón. También allí encontramos cámaras digitales y el reclame es todavía el caballito de madera cubierto de verdadero cuero equino -¿o será vacuno?- y un San Bernardo grande y bonachón, que acepta resignado que los chicos se le trepen.

La “Lora del Parque” es solamente un recuerdo: su cámara de madera con la manga que servía para su labor de alquimista ya no existe más.
Los enamorados que posaron para él,  los conscriptos de franco los domingos, las “muchachas” con sus novios o la familia de la Costa que visitaba Cuenca, ya no posan ante el cajón. El fotógrafo no mueve la mano para quitar la tapa del lente, en una suerte de pase mágico que captaba tanto el cuerpo como el alma, esperando que la luz de la mañana de domingo hiciera el milagro de impregnar la figura y los sentimientos en el nitrato de plata.

Mientras los fotografiados tomaban un helado, el brujo metía su cabeza dentro de la manga y en profunda oscuridad mezclaba el revelador y el fijador para que las figuras aparezcan lentamente, húmedas como nace un niño, hasta mostrarse a los que posaron que, inquietos, se reconocen en el blanco y negro del brillante papel.

El artista podía incluir frases sencillas como las que determinan el lugar geográfico de la foto, o más complicadas, hasta llegar a la poesía de “con esta foto de envío mi corazón”, propia para la esposa lejana del soldado, o la madre que espera en un triste y frío pueblo andino.

Mirar las fotos de época, cuando ya los nombres ni importan ni existen, trae cierta mezcla de curiosidad y desazón, pues el blanco y negro captó ojos tristes o alegres, esperanzados y deseosos, de gente que no conocimos y a la que nos une solamente el nitrato de plata.

Publicado el 19 de junio de 2013

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