miércoles, 26 de junio de 2013

"Él dice que te da..."

Imagínese usted a los siete u ocho años: chiquito, flaco, con una hermana menor que ya es más alta. Acaba de entrar a la escuela y se encuentra con unos rostros y unos apellidos desconocidos, pues el profesor trata así a los alumnos: “Tama”, “Tamariz”, “Trávez...”
Acuérdese que siempre hubo compañeros más grandes, aún antes que se conociera el término “bullying”, y que usted no supiera nada del escalofriante libro “El Señor de las Moscas”, reproducción en miniatura de lo que puede producir una sociedad sin riendas, en la que el derecho pertenece solamente al más fuerte.

El patio de la escuela es un hervidero, donde corren chicos que juegan en una misma cancha un partido de fútbol y uno de básquet, mientras otros se agarran, se tiran de la chompa o de la camisa, que se destroza mientras saltan los botones. Por allí, alguno se cae del tobogán o del columpio –al que todavía se dice “gulumbio”- y se rompe un brazo o le brota un chichón sin mayores complicaciones.
El herido, si es de los mayores, hace todos los esfuerzos para no llorar, porque llorar es de mujercitas, aunque los lagrimones brotan sin posibilidades de control.

El fin del año lectivo está cerca y se nota, pues los profesores han puesto a todos a ensayar esa cancioncita que dice: “Vacaciones, canta, canta/vacaciones, grita, grita/vacaciones, canta y grita el corazón...” Pero, en el momento menos pensado, aparece la frase que nadie quiere escuchar:

“¡Oye!, él dice que te da...”

Se cae el mundo y los segundos son eternos hasta que, volteando la cabeza, se conoce la identidad del retador. Éste, por su parte, puede no tener idea de lo que está pasando, pues el que arma la pelea está jugando con ambos.

El aire se tensa mientras el chico piensa si le corresponde no entender lo que le dicen y quedar marcado como cobarde, o acercarse al supuesto retador, sea para lanzarle un golpe sin aviso o preguntar en directo qué es lo que pasa.

La escuela tiene de todo: momentos en que se aprende gramática, sumas y restas, o lugar natal. También se aprende, sin apoyo de nadie, que la vida no es como uno quisiera, y que allá, afuera de la casa, hay situaciones que no las puede resolver la mamá.

¿Quién enseña a los chicos sobre lo que pasa en la vida real, y cómo afrontar sus retos? ¿Son personas capaces para hacerlo?

Publicado el 26 de junio de 2013

miércoles, 19 de junio de 2013

Lora del Parque


Hoy todo el mundo es fotógrafo: la posibilidad de tomar fotos con una cámara ha dado paso a que se enfoque ¡con un teléfono! De allí que todos pongamos nuestras fotos, de muchos megapíxeles o de poca calidad, en las redes sociales.

Nadie compra rollos de filme pues las nuevas cámaras no los necesitan. La fotografía se ha vuelto digital, y los unos y los ceros atrapan ahora los rostros de los seres queridos de la familia, las fiestas de los amigotes, la carita de la nieta, o simplemente los atardeceres increíbles de Cuenca con su explosión de colores que no provienen de filtro alguno sino del aire cristalino en las tardes de junio, y de la luz del sol ecuatorial.

Ante toda la posibilidad de que cada uno ejerza de fotógrafo, los verdaderos artesanos de la luz y la sombra, han desaparecido del Parque Calderón. También allí encontramos cámaras digitales y el reclame es todavía el caballito de madera cubierto de verdadero cuero equino -¿o será vacuno?- y un San Bernardo grande y bonachón, que acepta resignado que los chicos se le trepen.

La “Lora del Parque” es solamente un recuerdo: su cámara de madera con la manga que servía para su labor de alquimista ya no existe más.
Los enamorados que posaron para él,  los conscriptos de franco los domingos, las “muchachas” con sus novios o la familia de la Costa que visitaba Cuenca, ya no posan ante el cajón. El fotógrafo no mueve la mano para quitar la tapa del lente, en una suerte de pase mágico que captaba tanto el cuerpo como el alma, esperando que la luz de la mañana de domingo hiciera el milagro de impregnar la figura y los sentimientos en el nitrato de plata.

Mientras los fotografiados tomaban un helado, el brujo metía su cabeza dentro de la manga y en profunda oscuridad mezclaba el revelador y el fijador para que las figuras aparezcan lentamente, húmedas como nace un niño, hasta mostrarse a los que posaron que, inquietos, se reconocen en el blanco y negro del brillante papel.

El artista podía incluir frases sencillas como las que determinan el lugar geográfico de la foto, o más complicadas, hasta llegar a la poesía de “con esta foto de envío mi corazón”, propia para la esposa lejana del soldado, o la madre que espera en un triste y frío pueblo andino.

Mirar las fotos de época, cuando ya los nombres ni importan ni existen, trae cierta mezcla de curiosidad y desazón, pues el blanco y negro captó ojos tristes o alegres, esperanzados y deseosos, de gente que no conocimos y a la que nos une solamente el nitrato de plata.

Publicado el 19 de junio de 2013

miércoles, 12 de junio de 2013

Cosas que se guardan ... y se botan


Se dice que, luego de la muerte y los impuestos, lo peor que le puede pasar a alguien es cambiarse de casa. No cabe restringir esta circunstancia al término “casa”, pues igual sucede cuando hay una mudanza de oficina, local comercial, departamento,  cuarto o conventillo.
Solamente en esa circunstancia descubrimos todo lo que somos y lo que fuimos, incluyendo las ilusiones con las que hemos guardado las cosas más inútiles. El “complejo de urraca” se hace presente a lo largo de toda nuestra vida y necesitamos un espíritu fuerte y decidido para botar a la basura las cosas que son “recuerdo de una tarde inolvidable y ya olvidada”, que reposan en cada uno de los cajones.

Encontramos que la tecnología ha cambiado rápidamente, y los casetes de las 100 obras clásicas de Salvat ya no tienen un toca-casetes que nos permita oírlos, o que la cámara Pentax, con la que tomamos tantas fotos de los hijos, está sin rollo y no sabemos dónde conseguirlo.

El problema que se presenta en la búsqueda de los cajones tiene un punto de quiebre fundamental: boto o no boto a la basura todo lo que he encontrado. Allí están grips para raquetas de tenis que ya no aparecen, frascos vacíos de colonias recibidas en algún cumpleaños, los mapas de alguna ciudad europea que hemos caminado a pie, un reloj de pulsera con la correa desecha, cartas de amigos que se han ido de este mundo, libros regalados por algún poeta al que no nos interesa leer, un cepillo para el terno, escarapelas que hoy se llaman “pines”, pilas usadas que sueltan un polvito blanco (tal vez lo primero que hay que desechar, para evitar equívocos)

Hemos guardado colecciones enteras de “Selecciones” que nadie volverá a leer, una media “chulla” mientras aparece la otra, camisas que ya no cierran y que esperamos volver a usar cuando bajemos de peso, zapatos pasados de moda, la entrada al concierto de “Trigo Limpio”.

Todo eso que hace nuestra historia  está allí, en el cajón, vivo en nuestro interior e inservible en la práctica, cosas que habíamos olvidado que existen y que, al verlas nuevamente, traen un recuerdo preciso o vago y, a veces, nada. Pero no tenemos la valentía de arrojarlas al cubo de basura, por la sensación de traición que aparece de inmediato. Los que vendrán después de nosotros no tendrán tanto tapujo, y se desharán de estas pequeñas cosas, sin complicación alguna. 

Publicado el 12 de junio de 2013

miércoles, 5 de junio de 2013

Camisetas mojadas


Ha causado impacto en los días anteriores, y a nivel nacional, ver “en directo”, aunque no en vivo, un festival de alumnos entrantes a una universidad guayaquileña que participan en un concurso de camisetas mojadas.

El asunto es que la grabación de este espectáculo estuvo colgado en YouTube y, por supuesto, muchísima gente lo vio. Las redes sociales son, en la actualidad, un vehículo para ver personalmente las cosas que antes solamente se leían o se contaban.

En un escenario donde se toca música de reggaetón, dos chicas son empapadas con cerveza y, más allá de las consabidas y necesarias camisetas blancas que se mojan, estas supuestas estudiantes se dedican a bailar y a deshacerse de sus prendas de vestir.

La cosa no queda allí, pues los organizadores manifiestan que los dos muchachos que también están en el escenario,  son los “encargados” que no se vea más allá de lo previsto... ¡cubriendo el busto de las chicas con sus manos!

La escena indicada se complementa con los comentarios que escribe la gente sobre lo sucedido. Éstos van desde rechazo absoluto hasta el consabido “dejen que la gente haga lo que quiera... al final es dueña de su cuerpo”. Otros, graciosos, piden urgentemente matrícula en este “progresista” centro de educación superior. No falta la dura frase que señala que está bien que estas... compartan sus habilidades con los compañeros.

Por allí hay quien califica de “mojigato” a quien rechaza la escena; otro que argumenta que la “doblemoral” cunde en el país. Un tercero dice que las opiniones vertidas demuestran simplemente la descomposición moral que nos hunde.

Hay un punto que no se ha tocado: el de la dignidad de todo ser humano, incluidas estas chicas que, borrachas o no, dan un espectáculo inesperado en el campus universitario. La vida privada de la gente no puede ser calificada por otro: es un campo vedado que le corresponde simplemente a cada individuo, y en ella existen inclusive camisetas mojadas. Sin embargo, lo que ha sucedido es público y denigra nuevamente a dos mujeres, consideradas objeto de diversión y sobre las que cae actualmente el peso de un rechazo generalizado –pues las burlas también significan eso-.

Más allá de la anécdota, se muestra que cualquiera puede ser objeto del provecho de otros, sea para argumentar a favor o en contra. El individuo se ha olvidado y, como tal, cuenta poco.

Publicado el 5 de junio de 2013