La literatura de ciencia-ficción ha sido considerada siempre como de segunda clase, aunque ha dado origen a extraordinarias obras como Crónicas Marcianas. Nace, entre otras razones, de ese interés –o más bien necesidad- del hombre que quiere conocer si existen seres iguales a nosotros en algún lugar del enorme universo.
Los intelectuales de hoy en día son cada vez más escépticos de las razones que podrían llevar a ratificar la presencia de Dios. Sin embargo no es difícil encontrar a personas que, aplicando una lógica implacable para demostrar la inexistencia de cualquier Ser Supremo, se sujetan a la vez a rituales tradicionales por la “irrefutable” validez de lo ancestral. Y que están convencidos que nos visitan platillos voladores.
“Existen dos posibilidades: que estemos solos en el Universo, o que estemos acompañados. Ambas posibilidades son igualmente aterradoras”: la frase de Arthur Clarke ha puesto a pensar a más de uno.
El “otro”, en este caso, no será ni el vecino que consideramos raro, ni la chica que quiere estudiar veterinaria, ni el ciudadano al que no le gusta el fútbol; más allá de eso, no tendrá que ver con la complejidad del hombre en la tierra que es, a la vez, depredador, constructor, inventor y asesino. La “compañía” de seres en otro lugar de nuestro Universo propone tantas afirmaciones y negaciones que tambalea nuestro sistema de pensamiento racional.
Sin embargo, a la espera de que lleguen los extraterrestres, algunos han expresado que esto no sucederá y dan razones científico-terrestres para sostenerlo. Ya Carl Sagan, con la meridiana claridad que explicaba los problemas más complejos de la astronomía, expresó que una tribu perdida en un valle podría considerar que la forma de vincularse con otros grupos tribales es golpear cada vez más fuerte sus tambores, cuando a algunos kilómetros sobre sus cabezas cruzan las ondas radiales que unen otros pueblos.
Es, por tanto, pretencioso suponer que seres de mundos diferentes estén dispuestos a usar tambores, solamente para comunicarse con nosotros.
Mientras tanto, recuperamos nuestro valor como raza humana, cuando somos capaces de mostrar cada día un interés por estudiar lo desconocido aunque nunca podamos descifrarlo. El Voyager, que se encuentra ya a varios millones de kilómetros de distancia, lleva una placa grabada en oro que contiene los murmullos de la Tierra (música, imágenes, y hasta los sonidos de una ballena) y es como la botella que se lanza al enorme océano, esperando que alguien la encuentre algún día.
Publicado el 8 de mayo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario