miércoles, 29 de mayo de 2013

De "bolita" o "margarita"


Hay términos que ya no se usan por caducidad y, por ello, los jóvenes jamás podrán entender la frase: “meta bien el dedo”, dicha cuando se contestaba a una llamada telefónica equivocada. Es verdad que las palabras tenían una inequívoca grosería, pero en el fondo eran literalmente perfectas.

Pero antes del invento de las computadoras y su procesador de texto, las máquinas de escribir dieron también un giro técnico notable. Pasar de la vieja Remington a una que tuviera “bolita” o “margarita” supuso que podía diseñarse un documento elegante, convincente, aunque su contenido no lo fuera y, sobre todo, limpio.

Esto, unido a una cinta correctora que literalmente “sacaba” del papel la letra o palabra mal escrita, permitiendo que se la reescribiera sin que se note, llevaron a que muchos estudiantes, metidos a amanuenses mecánicos, pudieran respirar un poco más tranquilos y evitar, sobre todo, la fuerte llamada de atención de sus jefes. Atrás había quedado el borrador de tinta, que agujereaba la hoja de papel.

También estaban a la orden del día unos papelitos blancos sobre los que se reescribía el tipo, como se llamaba antes de que apareciera el horrible neologismo “font”. Este papelito blanco era mejor que la tinta líquida que, de alguna u otra forma, manchaba y marcaba. Hoy ha quedado para que los estudiantes, previa la pregunta al profesor: “¿puedo usar corrector?”,  traten de mejorar en algo el examen.

La maravilla era, sin embargo, una máquina que tenía pantalla. Se escribía primero, con el sonido que provenía del mecanismo eléctrico, sin que el papel impoluto viera que los tipos cayeran sobre él. Todo aparecía en la pantalla, sobre un fondo gris verdoso, ¡y podía corregirse! Una vez que estaba listo, la tecla adecuada permitía que cayeran torrencialmente las palabras sobre la hoja, que recibía, línea por línea y párrafo por párrafo, las noticias comerciales, las demandas judiciales, las actas de juntas y todo lo que movía  la sociedad, incluyendo de vez en cuando, la copia de un poema o la letra de una canción.

Esas máquinas eran realmente de escritorio pues pesaban muchísimo. Nada que ver con la pequeña portátil que llevaban las estudiantes al colegio. El acompañante había pasado a otro nivel cuando ayudaba a llevar la máquina a la chica de sus desvelos. Por la Calle Larga se veían las parejas: ella, coqueta hasta cierto punto; él, con la máquina.

No suena tan romántico – o tal vez sí – decir “¿te llevo la laptop?”

Publicado el 29 de mayo de 2013

miércoles, 22 de mayo de 2013

Manzarek


La personalidad de algunos hace que, sin justicia, desaparezca la imagen de otros. Así sucedió con Jim Morrison, el poeta maldito, el rey lagarto, líder de los Doors. A su sombra quedaron los demás: no importó que John Densmore tocara muy bien la batería –luego de un aprendizaje arduo y difícil- o que Robby Krieger fuera el autor de “Light my Fire” o que pudiera tocar la guitarra española, fundiendo el rock con el flamenco.

Por la misma razón el tecladista Ray Manzarek, base fundamental del grupo, también se perdió tras la sombra gigantesca de Morrison.
Ahora que Manzarek acaba de morir en Alemania es necesario recuperar su legado musical: mucho del sonido de los Doors se debe a su genio. Las notas de su piano Fender Rhodes incluían no solamente la melodía sino el bajo, pues el conjunto no contaba con uno. Ray fue un erudito de este instrumento y tuvo las ganas y la fuerza suficiente para montar una gira mundial llamada “Jinetes en la tormenta”, que recorrió muchos lugares, incluyendo a nuestra ciudad, cuando estaba ya viejo.

Así pudimos ver a esta mítica figura acompañada de Krieger en el Coliseo Mayor, en una noche fría que se calentó con el ritmo y la poesía de su música. Manzarek, que recibió oxígeno y usó un poncho durante su presentación, trajo a la mente y al corazón de todos los presentes el espíritu de los años del “flowerpower”, cuando los jóvenes creyeron que el mundo podía mejorar con una revolución pacífica. Un escéptico podría decir que el mundo no cambió: tal aseveración sería evidentemente falsa, pues las relaciones interpersonales, la apertura de la mente, la tolerancia hacia los demás por más distintos que fueren, sí caló en el corazón de toda una generación.

Manzarek llegó a publicar obras poco conocidas para el gran público seguidor de los Doors,  y demostró que no estaba dispuesto a quedarse dentro de los límites que pudiera marcar ni siquiera la música que hacía. En un disco tocó “Carmina Burana” con la resonancia propia de la banda.

Manzarek siguió fiel a la razón por la que el grupo escogió su nombre; lo tomaron de “Thedoors of perception”, la obra de Aldoux Huxley escrita en 1954: “Y cuando las puertas de la percepción se abran, entonces veremos la realidad tal cual es: infinita”
Ojalá cada uno de nosotros pudiera también abrir esas puertas.

Publicado el 22 de mayo de 2013

miércoles, 15 de mayo de 2013

Dónde comer


Alguna vez una amiga me pidió escribir sobre el “Honey” y lamentablemente no lo puedo hacer porque nunca fui. Puedo escribir, sin embargo, sobre otros lugares de la ciudad que, en un momento, fueron de los pocos restaurantes abiertos al público antes de los actuales patios de comida y el “fastfood”.

Había unos muy famosos, que no han cambiado de lugar y que siguen recibiendo a mucha gente. Posiblemente los que asisten no son los mismos muchachos de los años ochenta sino otros distintos, o los mismos, ya más viejos. Los habitúes del café del portal del Parque Calderón hablaron en ese lugar de lo divino y humano, concibieron revoluciones que quedaron solamente en eso –en ideas- y discutieron sobre poetas y pintores. Y, por supuesto, se enteraron de todo lo que sucedía en la ciudad.

Caminando un par de cuadras estaba el viejo “Rincón Argentino”, con su mezzanine donde los muchachos pedían un hotdog con encebollado suficiente para permanecer toda la tarde, o tomar fuerzas a la salida de una “discoteca” que se escondía entre cortinas negras dentro del pasaje Hortensia Mata. La matinée bailable empezaba a las dos y media, y servía, entre otras cosas, para conseguir los fondos de los paseos de fin de año de las chicas, que esperaban por lo menos llegar hasta Guayaquil.

Muchos enamorados se comprometieron en el restaurante “El Portón” de la esquina de la calle Sucre, frente a la Catedral Nueva, en compañía de una ensalada rusa hecha seguramente con lechugas sin químicos y mayonesa de huevo runa.

En la esquina donde está la Gobernación apareció un día el “Fiesta Foutain Soda” que, con su nombre, demostraba que algo había cambiado. El milkshake o la banana split pasaron a ser parte de una carta en que relucían platos en idioma extranjero sin traducción que pudiera guiar al comensal.

Pasó por Cuenca un español y abrió “Las Rejas”: la paella, la tortilla española y los callos a la madrileña se hicieron presentes en la calle Luis Cordero, con el correspondiente réclame social que suponía la visita a este restaurante.

Los sánduches de pernil de la calle Bolívar hace tiempo que disminuyeron su tamaño; la leyenda dice que, alguna vez, se encargaron desde Guayaquil para alguna reunión de directorio de una importante compañía, incluyendo el ají que nadie ha igualado. La refrigeradora blanca, la chica del aviso de los cigarrillos y la foto del Deportivo Cuenca de 1971, eran parte del entorno.

¿Recordarán escenas parecidas los veinteañeros de hoy?

Publicado el 15 de mayo de 2013

miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Solos?


La literatura de ciencia-ficción ha sido considerada siempre como de segunda clase, aunque ha dado origen a extraordinarias obras como Crónicas Marcianas. Nace, entre otras razones, de ese interés –o más bien necesidad- del hombre que quiere conocer si existen seres iguales a nosotros en algún lugar del enorme universo.

Los intelectuales de hoy en día son cada vez más escépticos de las razones que podrían llevar a ratificar la presencia de Dios. Sin embargo no es difícil encontrar a personas que, aplicando una lógica implacable para demostrar la inexistencia de cualquier Ser Supremo, se sujetan a la vez a rituales tradicionales por la “irrefutable” validez de lo ancestral. Y que están convencidos que nos visitan platillos voladores.
“Existen dos posibilidades: que estemos solos en el Universo, o que estemos acompañados. Ambas posibilidades son igualmente aterradoras”: la frase de Arthur Clarke ha puesto a pensar a más de uno.

El “otro”, en este caso, no será ni el vecino que consideramos raro, ni la chica que quiere estudiar veterinaria, ni el ciudadano al que no le gusta el fútbol; más allá de eso, no tendrá que ver con la complejidad del hombre en la tierra que es, a la vez, depredador, constructor, inventor y asesino. La “compañía” de seres en otro lugar de nuestro Universo propone tantas afirmaciones y negaciones que tambalea nuestro sistema de pensamiento racional.

Sin embargo, a la espera de que lleguen los extraterrestres, algunos han expresado que esto no sucederá y dan razones científico-terrestres para sostenerlo. Ya Carl Sagan, con la meridiana claridad que explicaba los problemas más complejos de la astronomía, expresó que una tribu perdida en un valle podría considerar que la forma de vincularse con otros grupos tribales es golpear cada vez más fuerte sus tambores, cuando a algunos kilómetros sobre sus cabezas cruzan las ondas radiales que unen otros pueblos.

Es, por tanto, pretencioso suponer que seres de mundos diferentes estén dispuestos a usar tambores, solamente para comunicarse con nosotros.

Mientras tanto, recuperamos nuestro valor como raza humana, cuando somos capaces de mostrar cada día un interés por estudiar lo desconocido aunque nunca podamos descifrarlo. El Voyager, que se encuentra ya a varios millones de kilómetros de distancia, lleva una placa grabada en oro que contiene los murmullos de la Tierra (música, imágenes, y hasta los sonidos de una ballena) y es como la botella que se lanza al enorme océano, esperando que alguien la encuentre algún día.

Publicado el 8 de mayo de 2013

miércoles, 1 de mayo de 2013

El cuarto del teléfono


Está usted en misa –si todavía asiste- y suena el teléfono del señor que se encuentra a su lado. Va al cine, y la pantalla de inicio le solicita apagar su celular. Asiste a una conferencia, y no falta el individuo que contesta en voz alta, haciendo gala de su importante posición: “Si, dile al Ministro que mañana le llamo...”

El teléfono es un aparato omnipresente y, como ahora es “smart”, traducido incorrectamente como “inteligente” pues en nuestro léxico sería solamente “vivo”, su dueño lo consulta aproximadamente 75 veces al día. (No es un dato al azar; ahora existen estadísticas de todo movimiento humano).

Hubo un tiempo, no tan lejano, donde el teléfono, negro, de baquelita, disco y auricular, tenía un cuarto para él solo en la casa familiar... y no sonaba todo el día ni servía para otra cosa que hablar. El cuarto del teléfono tenía una mesita donde reposaba el aparato sobre un mantelito tejido de crochet, esperando que los cuatro números con que se marcaba lo pusieran en marcha.

En la mesita se guardaban revistas: “Leoplán”, “Eres” y, si el dueño de casa tenía hacienda, también “La Chacra”. Después apareció “Selecciones”, y “la risa, remedio infalible” permitía esperar la llamada, señalada para día y hora establecidos, sin caer en la angustia de la espera.

El teléfono traía la voz de los abuelos, la enamorada casi novia que, por ello, se atrevía ya a llamar a la casa, o de algún pariente que ofrecía visita.

La llamada de los enamorados podía durar varias horas, entre preguntas tontas como “¿Qué haces?” o ¿Por qué te callaste?” El teléfono celular no aguantaría, ni por el valor de la llamada ni por el calor propio del artefacto, que no de la conversación, una llamada tan larga.

Cuando el teléfono se encontraba en el cuarto de estar, bautizado también sin que se sepa cómo, como el “living”, el mejor invento para los jóvenes era el largo cable que permitía sacarlo a otro cuarto y cerrar la puerta para hablar sin la presencia curiosa de la madre.

Por ese viejo teléfono se recibían noticias de nacimientos y de muertes, de la caída del Presidente de la República y del golpe militar. Una llamada a Quito necesitaba pedirse a la telefonista de larga distancia. Cuando estaba “muerto” causaba preocupación pero no la ansiedad de quien olvida su celular en la casa. El cuarto del teléfono ya no existe, ni hace falta actualmente; se le añora, pero no se le extraña: hoy la comunicación mueve al mundo.

Publicado el 1 de mayo de 2013