miércoles, 30 de enero de 2013

Creado como ciudadano


He recibido una comunicación con la que una importante Institución estatal de la educación me ha creado como “ciudadano”. Por mi parte creí que lo era desde que tengo 18 años, fecha de la mayoría de edad que me permitía elegir y ser elegido, además de ejercer y cumplir con una serie de derechos y deberes que me imponían –y me imponen- la Constitución y las leyes.

Consideré que era ya un ciudadano, más allá de la etimología de la palabra que limitaba esa calidad a quien vivía en las ciudades, como sucedía en la antigua Grecia. En esa época, al final de cuentas, los ciudadanos intervenían activamente en la vida política de su comunidad, opinando y resolviendo sobre todos los asuntos que interesaban a quienes formaban parte de la sociedad.

El término fue ampliamente utilizado en la Revolución Francesa, con la particularidad de que las mujeres no eran ciudadanos jamás, ni siendo niñas, ni como adultas solteras y menos si estaban casadas. En un momento histórico como el actual, cuando se habla de “ciudadanos y ciudadanas” debemos acordarnos que en la Francia Revolucionaria, la Enciclopedia no incluía el término en género femenino.

Ahora bien, muchos años antes y en otro lugar del mundo, el Imperio de los Incas utilizaba un sistema de contabilidad llamado “quipus”: se llevaba en una serie de cuerdas con nudos equivalentes a conceptos numéricos. Se ha sostenido inclusive que estos quipus fueron una forma de escribir. Por ello los españoles pensaron que los “quipucamayoc”, a los que hemos conocido también como quipucamayos, transmitían mensajes cifrados que mantenían viva la lealtad a los gobernantes incas.

Los quipucamayoc eran, por supuesto, funcionarios gubernamentales.

Actualmente la Administración Pública de nuestro país utiliza un sistema de comunicación llamado Quipux. La idea es muy buena porque permite que toda la administración reciba por medio del internet las comunicaciones que antes debían viajar por el correo ordinario. Me he encontrado, sin embargo, con algún rezago imperial cuando he recibido una invitación por correo electrónico que me indica que estoy dentro del sistema Quipux y que se me ha “creado como ciudadano”. Así como usted lo lee.

Sé que la burocracia a veces utiliza palabras con significados diferentes a los que están en el diccionario. Sin embargo algo me hace creer que esta “creación” tiene un dejo ideológico.

 Pues bien: algún quipucamayo gubernamental me ha “creado” como ciudadano, cuando yo estaba seguro que lo era desde hace años. ¡Yo también utilizaré el Quipux!


Publicado el 30 de enero de 2013

miércoles, 23 de enero de 2013

Comer fuera


Se ha vuelto común salir a comer fuera los fines de semana. Los patios de comida de los centros comerciales están llenos y ofrecen mezclas que, en las pequeñas e incómodas mesas, muestran la diversidad de gustos y sabores.

En el mismo lugar se encuentran chinchulines presuntamente argentinos, con ceviches nacionales –no peruanos-, lomo de chancho con menestra de lentejas y hamburguesas totalmente gringas; yogur helado y tacos mexicanos.

Es que la señora de la casa se ha rebelado y no quiere caer en la rutina diaria de la preparación de la comida, ni lavar los platos, ni dejar de compartir con los hijos por estar junto al fogón (¡es un decir!)

Esta nueva tendencia no es exactamente vieja: en los últimos 20 años del siglo anterior, utilizando una frase que nos lleva a un tiempo que parece muy lejano, la gente no salía a comer fuera. El lugar para hacerlo era la casa, con toda la familia. Los tiempos eran distintos: los más pudientes tenían “muchacha” que trabajaba también los domingos; las mamás sabían hacer tamales con la receta gualaceña de una amiga; y, por supuesto, no existía el concepto del reconocimiento a la madre de familia por su trabajo en la casa, pues se daba por hecho que es lo que le correspondía.

Poco a poco el almuerzo del empleado público o bancario se convirtió en el lunch y después en el “lonch”. Los más suertudos traían de la casa un portaviandas con comida hecha por la mamá. Los demás buscaban un restaurante de barrio, de esos que tienen un pizarrón en la puerta, donde se ofrece una sabrosa comida por muy poco dinero (incluye jugo).

La vuelta de los emigrantes trajo otra ola: la de la comida rápida, aquella que el albañil o carpintero de “Niujersy” se sirve de pie, en 15 minutos, para continuar en el arduo trabajo. Resulta extraño que un almuerzo, seguramente a destiempo, siempre a prisa, sin compañía amable, se traslade al lugar donde un locro de papas es más sabroso y alimenta más, como un recuerdo de momentos de triunfo en país extranjero.

Todo está muy bien: el ama de casa puede descansar un poco en un día que le habría tocado trabajar. Sin embargo el riesgo está latente: la comida popular, la sabrosa y la complicada de preparar, tiende a desaparecer de las mesas familiares.  Este pedazo importante de nuestro patrimonio empieza a convertirse en “cocina fusión”, cuando un chef que no comió motepata cuando era chico, sino “ropa vieja” o empanadas chilenas, o bife de chorizo, se vuelve el autor de una nueva fanesca y la presenta como auténtica. Todo fluye y todo cambia, pero la comida es también parte de nuestra identidad.  Ya viene la fanesca verdadera: gocémosla.

Publicado el 23 de enero de 2013

miércoles, 16 de enero de 2013

Red social, paredes y murallas


Cuenta una persona lo sucedido: un cliente fue a su local de servicios y pidió atención. El profesional a cargo se encontraba ocupado y solicitó que esperara para atenderle. Esta respuesta no gustó al cliente, que respondió de mala manera y se marchó.

Para su sorpresa, el profesional encontró en el “muro” de una página de Facebook dedicada a la lucha contra la delincuencia, una frase de su frustrado cliente que manifestaba haber sido atendido por un “ladrón que debería estar preso”, señalando con exactitud su nombre y apellido.
Además de la hiriente frase, este sorprendido ciudadano encontró que varios usuarios de la red social habían marcado “me gusta”, avalando la frase injuriosa y expresado sus propios comentarios también en subido tono.

Los viejos solían manifestar que “las paredes y murallas son papel de los canallas”. Hoy todavía se escriben infundios en las paredes pero la tecnología ha llevado a que una página web o una red social tengan un alcance mucho mayor.

Por supuesto que es más fácil escribir en una pared para quien quiere ofender y desaparecer sin dejar rastro. No todos conocen que el internet permite rastrear la computadora de la que salió un mensaje y que, en las redes sociales existe una línea directa entre la publicación y el “dueño” de la cuenta. En consecuencia, se pueden cometer delitos contra la honra utilizando la web, pero la tecnología permite rastrear a los autores de forma certera.

La nueva discusión sobre el uso y el abuso de las redes sociales se mantiene abierta. Quien quiere limitar la información, indudablemente afecta a la libertad de expresión. Muchas veces encontramos en las redes una serie de temas que no nos gustan: son famosas las posiciones de un grupo que se denomina “soy mujer y soy atea” y, otro, de personas creyentes. Actualmente la red se ha convertido en campo de batalla de los candidatos a las elecciones, que incluyen no solamente sus propios méritos sino abren una “guerra sucia” de videos montados y declaraciones fuera de contexto. En todo caso, podemos desconectarnos.

Sin embargo los cultores de los proverbios posiblemente deberán crear uno nuevo, poniéndolo al ritmo de los tiempos: el de las paredes y murallas podría derivar en otro,  que haga referencia a los muros del Facebook que pueden ser papel para ofender a los demás y no para proponer ideas. Éstas pueden molestarnos, tal vez no concordemos con ellas, pero nunca llegarán a la ofensa personal que esgrimen solamente quienes no tienen argumentos suficientes.

Publicado el 16 de enero de 2013

miércoles, 9 de enero de 2013

Memoria individual y colectiva


Las personas se preocupan por su memoria: cuando ésta falla o se oscurece, el individuo ingresa en una zona gris en la que confunde lo verdadero y lo inventado, lo que fue y lo que solamente está en la imaginación.

Como la memoria no dura para siempre, los hombres han inventado mecanismos para mantener presentes los datos: de allí las agendas en papel o electrónicas, las fotografías, el diario personal, los recortes de periódicos. Muchos elementos ayudan a recuperar hechos pasados que están envueltos en la bruma del tiempo: la música, o un sabor especial que viene de la infancia, el olor a perfume o a campo, como el del aserrío de eucaliptos de la vieja hacienda.

Sin embargo, llega el momento al que se refiere Borges, cuando ya nada es posible recuperar; cuando en nuestra propia biblioteca encontramos “un libro y en sus páginas la ajada
violeta,/ monumento de una tarde/
sin duda inolvidable y ya olvidada”.

Así como los hombres, los pueblos buscan también preservar su memoria. Lo hacen con el recuento oral y escrito de la historia y las historias cotidianas, con el arte, con la protección de sus vestigios. Por algo dicen las antiguas tradiciones que las musas eran las diosas de la memoria; de allí que los museos son indispensables para que un pueblo sepa lo que fue, y defina lo que es y lo que será.

Cuenca fue proclamada Patrimonio Cultural de la Humanidad por sus múltiples méritos; sin embargo, éste no es un título gratuito e indeleble sino que debe cuidarse todos los días. Cuando los museos de la ciudad empiezan a tener dificultades burocráticas o económicas, que les llevan al extremo de pensar seriamente si deben cerrar sus puertas, algo está fallando en nuestra condición de ciudad culta.

Esto es lo que sucede o está por suceder con dos Museos de diferente índole: el Museo de las Conceptas, establecido en un viejo convento de la ciudad, que guarda tanto en su estructura arquitectónica como en las obras que alberga un legado inigualable e insustituible. Los únicos ingresos que tiene son los que le llegan de las entradas que necesariamente debe cobrar a nacionales y extranjeros; muy de vez en cuando, alguna persona particular o alguna empresa colaboran con su sostenimiento, sin que sea suficiente para mantenerlo. Vive en pobreza absoluta.

Otro que, por razones distintas, está próximo a cerrar sus puertas, es el Museo de la Historia de la Medicina que, hasta ahora se mantiene en el viejo hospital San Vicente de Paúl. Parece, sin embargo, que las necesidades burocráticas que requieren oficinas para la administración, llevarán a que sea prontamente desalojado.

¿Podemos seguir siendo un Patrimonio Cultural, si nuestros museos cierran?

Publicado el 9 de enero de 2013

miércoles, 2 de enero de 2013

Tocadiscos


Haciendo una limpieza post-navideña he encontrado unos discos  de vinilo. Sus carátulas todavía mantienen el color del arte pop de los sesentas y setentas. Algunos fueron fabricados por empresas nacionales que ya han desaparecido, otros vinieron del exterior en maletas de amigos y parientes que recibieron el encargo de conseguirlos.

Esos discos no serían más que círculos negros sin una máquina maravillosa: el tocadiscos. Ponerlo a funcionar era un arte si se trataba de no dañar el long-play y, además, encontrar el surco adecuado para que la canción que debía sonar sea la precisa.

¡Cómo sufríamos cuando un amigo, con algunos tragos adentro, tomaba el disco sin mayor cuidado y lo llevaba hacia el tocadiscos! Seguro que dañaría el acetato conseguido con tanto cuidado.

Y no había mayor frustración que salir a bailar con la chica preferida de la fiesta, encontrándose que el disco se había rayado y que Sandro no pasaba de “tus labios de rubí... tus labios de rubí... tus labios de rubí”, cortando inmediatamente la inspiración que llevaba a la próxima declaración de amor.

Los discos de 45 r.p.m. contenían una canción por lado; el mecanismo que usaban los mejores tocadiscos para que pudieran escucharse uno tras otro, era realmente una obra de ingenio: se ponía sobre el eje central del tocadiscos y, después, podían colocarse cuatro y hasta cinco discos pequeños que iban cayendo uno tras otro, una vez que la aguja, al llegar al último surco, se levantaba en el extremo del largo brazo.
Oír un long-play suponía un rito casi reverencial: sacar el disco de su funda, limpiarlo con una pequeña franela para que no deje pelusas, ponerlo en el eje central del tocadiscos, levantar la aguja y encontrar el primer surco. Después de seis canciones, tomar el disco y voltearlo para escuchar el lado B.

Pero los discos de vinilo no han desaparecido: hay un “revival” que ha llevado a que se reediten e, inclusive, que los nuevos grupos publiquen sus composiciones actuales en long-plays que deben escucharse en tocadiscos de aguja. El rito vuelve a presentarse: hay quien prefiere oír un tango acompañado del suave sonido del roce de la aguja, y no en un CD que reproduce la música de manera perfecta.

Por ello, el día en que se robaron mi equipo de música y me dejaron los vinilos de los Beatles, me sentí un hombre afortunado.

Publicado el 2 de enero de 2013