miércoles, 22 de febrero de 2012

Martes de Carnaval


Durante toda la semana anterior no había forma de caminar por la calle sin llegar empapado a la casa. La calle Bolívar era una línea de batalla entre los que lanzaban baldes desde los balcones y los que recibían bombazos arrojados desde los vehículos, a veces con la avisada rotura de los vidrios de las ventanas.

Alguna ingenua señorita, que salía de la peluquería con un moño coqueto, lista para la fiesta de la noche, recibía de pronto el globito artero que volvía el pelo a su estado natural. Eso, sin contar que un baldazo desde un balcón podía se mucho más definitivo.

Una camioneta estacionada entre las calles Padre Aguirre y General Torres parecía no causar daño a nadie, hasta que el peatón se encontraba que una niña abría rápidamente la ventana y aventaba un puñado de maicena al rostro del incauto paseante, que perdía toda su compostura para desfogar su ira en una sarta de malas palabras ante la ventana nuevamente cerrada.

Los parroquianos que se detenían en la calle Bolívar a leer el periódico colocado en un marco, en la pared de la casa del distribuidor de diarios, recibían también el aleve ataque que les dejaba chorreando.

En fin, se trataba de una batalla campal, sin tregua ni cuartel, pues hasta de los más alejados cuartos de la casa se sacaba a las víctimas.
Después llegaba la hora de secarse con un buen motepata, tamales de receta gualaceña, dulce de higos de la huerta y, por supuesto un buen trago, que era mejor si llegaba en forma de canelazo o de agua de ataco.

La mejor forma de secarse era, por supuesto el baile, que tenía además algo sensual con los cuerpos mojados de las parientes “monas” que habían llegado de Guayaquil a visitar a su abuela cuencana, y que se encontraban con una caterva de primos y amigos de primos, cada uno más entusiasmado en bailar con ellas.

Por supuesto nadie quería que se acabara el Carnaval, con su matanza del puerco, que traía previamente empanadas de viento para esperar que estuviera lista la cuchicara –cascarita, para los que ya no conocen idiomas vernáculos- y posteriormente con los chicharrones, hasta esperar las morcillas.

El domingo y el lunes eran oportunidad para fiestas de la misma laya, tal vez en otro lugar y con otras personas, pero con el mismo libreto.

El martes pasaba pronto y traía la sensación de que terminaba la fiesta más rápidamente de lo esperado. En la tarde, todo había concluido. Por allí aparecía algún amigo que, extrañamente, había escogido ir de montañismo al norte del país y que había cambiado el Carnaval ¡por llegar a la cumbre del Tungurahua! ¿Habrá valido la pena?

Publicado  el 22 de febrero de 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario