Los colegios empiezan también, aunque las estudiantes, a las que me niego a llamar estudiantas, más a tono con el concepto de ciudadanos y ciudadanas, ya no llevan consigo sus máquinas de escribir, pretexto favorito para que un muchacho solícito se acerque a ayudar. Hoy todas van en busetas, lo que ha roto esa frágil aventura que significaba la ida y vuelta del colegio en compañía de una chica, pretexto ingenuo para invitarle el sábado a una matinée bailable.
¡Qué angustia aquella del joven de dieciséis años que ve que la chica, a la que persigue, sube por la Calle Larga en compañía de un estudiante de sexto curso, que ya tiene dieciocho! La diferencia de edad era en ese caso insalvable, pues significaba que la chica prefería a hombres más maduros y jamás volvería a mirar a alguien menor.
Un poco después aparecían los universitarios: barbas, bigotes y atuendos que estaban fuera del alcance de un colegial, los distinguían en las calles del resto de los jóvenes. Bajaban por la calle Benigno Malo y, por el Puente del Centenario, iban a sus clases a escuchar a los maestros que les recibían para enseñarles en clases magistrales, no siempre por su contenido sino por su forma, sin posibilidad alguna de réplica.
Han cambiado las cosas: los nuevos métodos de aprendizaje, la posibilidad de utilizar herramientas tecnológicas como los computadores y el internet, han disminuido de alguna manera la brecha que separa a nuestro país de los grandes centros académicos del mundo.
Sin embargo existe el riesgo que el mismo concepto de universidad como una universalidad de pensamiento, se convierta en algo distinto: chato, guiado por un solo pensamiento, lo que no sucedió ni siquiera cuando la educación superior manifestaba una militancia que ha desaparecido. La nueva estructura de la Autoridad de la Educación Superior en el Ecuador tiene una grave responsabilidad. Esperamos que la afronte con el espíritu amplio y democrático que se merece nuestra juventud en formación.
Publicado el 7 de septiembre de 2011
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