miércoles, 29 de octubre de 2014

El grito

El martillador de Sotheby’s presenta el cuadro: se trata de “El grito”, la famosa obra de Edvard Munch.

La sala está llena de personas interesadas en la subasta: se ven trajes finos, sombreros, e inclusive corredores de arte que, con teléfono en mano, se comunican con algún oferente en países lejanos. Tal vez  en Francia, quizás en Rusia, seguro en Catar.

“El grito” no es un cuadro muy grande. Mide menos de un metro de alto, pero el rostro desencajado del personaje muestra un rictus de pavor, dolor o miedo imposibles de traducir en palabras. Impacta y se queda metido en la conciencia para siempre.

La figura ha sido utilizada en portadas de revistas que  quieren expresar los horrores de una guerra, el signo de la tortura o el insostenible dolor de una pérdida colectiva.

El cuadro ha sido sacado de una bodega, resguardado por dos oficiales con guantes blancos. La subasta empieza y las cifras se elevan estratosféricamente. Al final, el martillador, como si fuera el paradigma de su profesión, golpea la madera y proclama: “vendido por ciento diecinueve millones doscientos veintidós mil dólares”.

Los estudiantes universitarios que, en clase,  miran el video de la subasta, piden ahora que se les muestre la venta de un Mustang GT, una cartera de Chanel o el cuadro de la sopa de Andy Warhol. Después rebajan sus pretensiones y en la pantalla aparecen simplemente relojes de 12 dólares, tabletas y equipos tecnológicos. Las chicas piden ver zapatos y ropa; los jóvenes, alguna bicicleta y relojes.
El internet: esa ventana al mundo, te pone delante lo que desees. Te permite estudiar y, a la vez,  envidiar a quien puede comprar las cosas maravillosas que se ofrecen. Las incongruencias también están presentes: un reloj fino se vende en 7.000 dólares, pero el envío a la casa del comprador es gratis. (¡!)

En la mirada de alguno se ve esa sensación de incredulidad porque una obra de arte pueda costar tanto. La chica que ha tenido la posibilidad de viajar recuerda la impresión que le causó el “Guernica” de Picasso.
Termina la clase; un estudiante comenta con un compañero: “¡ciento diecinueve millones! y yo tuve que pegar un grito en la casa para que me den para el bus”.  

Publicado el 29 de octubre de 2014

miércoles, 22 de octubre de 2014

Este momento

Compleja como es la vida, está llena de pequeños momentos que la vuelven feliz o desdichada. Todo tiempo pasado fue mejor porque no solemos recordar los problemas. Si lo que te inquieta tiene solución ¿para qué te preocupas? Si no lo tiene, ¿para qué te preocupas?

Más allá de eso, sí hay momentos que fueron una vez y no volverán nunca. Podemos hacer una lista con todas las cosas que ya no serán. Sin embargo, para no entrar en disquisiciones de carácter filosófico, la lista puede ser más sencilla y cada uno de nosotros puede hacer la suya.

Por ejemplo: 

¿Estuviste presente cuando Ángel Liciardi marcó su último gol en el Deportivo Cuenca y las cosas eran mejores que ahora?

¿Estás dispuesto a buscar la raqueta de tenis o el último golpe ya pasó?

¿Es esta noche la última vez que tu nieto se meterá en tu cama a que le leas un cuento, porque mañana estará con sus amigos planeando una fiesta con chicas y nunca más se le ocurrirá dormir en el cuarto de sus abuelos?

¿Vino a Cuenca el cantante que te gustaba y no fuiste a verlo? En el fondo, sabes que no habrá otra oportunidad.

¿Es éste el último juego de cartas con los amigos, pues las obligaciones diarias impedirán que se vean como siempre lo hacían? ¿O el último ron, porque ya te hace mal?

¿El libro que compraste con tanto afán se quedará permanentemente cerrado sobre el escritorio con el marcador en la página 92, pues  está tan malo que no volverás a leerlo?

¿Estás en la clase final en la universidad y tu vida cambiará desde mañana? ¿Alguna vez entrarás de nuevo a esa aula?

La vida es dinámica y no podemos quedarnos anclados en el pasado pero no está demás superar la alienación que significa el tráfico, el trabajo, la computadora, la televisión y sentir que éste es el momento que tengo ahora. Y gozarlo. 

Publicado el 22 de octubre de 2014

miércoles, 15 de octubre de 2014

Premilitar

“Ahora que tienes 18 años de edad, puedes decir soy mayor de edad y tirar tu cédula sobre la mesa para comprobarlo”. Palabras más, palabras menos, esa es la publicidad que hoy llama a los jóvenes al servicio militar voluntario.

Pasaron ya los tiempos en que los camiones del Ejército recorrían las calles de la ciudad “cazando”  estudiantes para llevarlos a la conscripción. Ya no existe más ese sábado –fatídico- en que todos los colegiales iban a la Zona Militar a presentarse para ver si salían “favorecidos” y se unían a filas durante un año. (Para ser claros, nunca entendí eso de “favorecidos”)

En la libreta militar, en época de Tiwintza, todos descubrimos un talonario que servía para ir al frente. Sin embargo el papelito, que ordenaba a cualquier vehículo púbico o privado a llevar al reservista a donde estaba la acción bélica, tenía la frase ominosa “Vale para un viaje de ida, sin  retorno”.

Hubo, sin embargo, una época en que los estudiantes hacíamos la “premilitar”. Vestíamos uniforme de fatiga e íbamos a las siete en punto del sábado a uno de los cuarteles, con botas y cristina. Allí nos esperaba el sargento que sería nuestro guía por todo el año.

Aprendíamos la teoría de la guerra, aunque ninguno de los profesores hubiera leído a Von Clausewitz y ni siquiera a SunTzu. Luego venían las actividades físicas entre las que destacaba el famoso “cabo comando” sobre el que reptábamos aguantando duro, para evitar la caída y la burla de los compañeros.

El trote necesitaba un versito singular que permitía tanto la concentración (¿?) como la respiración: “Buenos días/señoritas/aquí estamos/los mejores...” y así por el estilo. La jornada más dura fue trotar desde Machángara hasta El Descanso, con mochila... y unas botas durísimas.
Lo mejor: aprender a armar y desarmar el viejo fusil FAL, para limpiarlo a fondo. Había que hacerlo rápido y hacerlo bien, mirando primero el número de serie para no limpiar el del compañero.

Cierto día también disparamos el fusil. Bien apegado al hombro, no golpeaba muy duro ni lanzaba al suelo al tirador. Después, comprobar que el tiro dio en la diana y sentirse consagrado como soldado suponían la misma emoción.

Viejos tiempos de recuerdos y esfuerzo, que en algo sirvieron para forjar el carácter y saber que el país no se acaba en el patio de la casa. El olor a pólvora de cuartel todavía está presente.  

miércoles, 8 de octubre de 2014

Reglas claras

¡Reglas claras, reglas simples! Pero no son las 17 reglas del fútbol en su estado original sino otras, las que se acostumbraban –y aún se usan- en cualquier cancha de barrio.

Partían con la primera e indudable: el dueño de la pelota siempre juega, aunque sea muy mal futbolista. Más allá de eso: puede escoger los equipos si bien influirán  las presiones de los compañeros. Poco a poco se ven las caras largas de los que van quedando sin ser llamados. Al final, el gordito o el más inútil irá al arco, pese a que ha llorado para que le dejen jugar en el campo. A veces se juega inclusive sin arquero, pero no hay como patear la pelota desde más allá de media cancha.

Los equipos serán de seis o de siete. Si falta un jugador para completar el número, el más hábil irá al grupo menor.

Siguiente regla: el equipo que recibe el primer gol se saca las camisetas. Tiene su lógica: los jugadores son amigos y podría alguno de ellos, siendo rival (y ha sucedido) pedir la pelota al más ingenuo del equipo contrario y mandarse un cañonazo imparable que termine en un tanto. 

El partido puede jugarse por tiempo o por goles. A veces se vuelve interminable y la solución está a mano: el que mete el último gol, gana. También la FIFA quiso hacer lo mismo con el “gol de oro” pero sus jugadores no tenían ni la entrega ni la lealtad del equipo de barrio, y este experimento no prosperó.

¿Equipos mixtos? Impensable en años anteriores, cuando se jugaba un interjorgas. Aceptable en los paseos familiares, aunque el juego sufre en su intensidad y un pelotazo a una de las jugadoras del equipo contrario se considera de muy mala fe y puede llevar a que el novio aparezca, desalado, desde el banco, listo a vengar con un puñete la falta de caballerosidad del shuteador.

Los propios equipos hacen de jueces, pero muchas veces las faltas son pasadas por alto. Un arco sin redes es siempre motivo de grandes discusiones y el tiro penal es la solución final para un gol “fantasma”.

No falta aquél que no calcula y lanza un cañonazo que va a parar al otro lado de la calle (eso, cuando el balón no cae al río). Regla fija: el que la lanza lejos, va a traerla. A veces el retorno es triste porque se produjo un pinchazo de penco que termina abruptamente el partido.

Publicado el 8 de octubre de 2014

miércoles, 1 de octubre de 2014

De rodillas

El boxeador recibe un gancho de derecha y se derrumba. Trata de sostenerse, casi manoteando en el aire, pero las piernas no le soportan. En un último esfuerzo logra mantenerse sobre la lona, pero de rodillas. La fotografía de la prensa le mostrará así, derrotado.

Va la gente a la iglesia en Semana Santa; la tradición le guía a recorrer las siete iglesias. En cada una de ellas se acerca al reclinatorio y se arrodilla. Lo hace para pedir perdón de los pecados cometidos y, a veces, para agradecer.

La figura de un hombre arrodillado demuestra sumisión o derrota. Algún viejo todavía recordará la frase “de rodillas sólo ante Dios”. En los cuarteles se lee (¿todavía?) “ Más vale morir de pie que vivir de rodillas”

Es que caer de hinojos es poner la cabeza a la altura de la bota o de la espada. Es la imagen para el tiro en la nuca y la caída a la fosa común. Nadie que se encuentre de rodillas guarda la dignidad sino que se muestra sumiso y dispuesto a los deseos del adversario.

De rodillas se pide perdón, se implora, se suplica misericordia.

El que se prosterna sabe que ha quedado a disposición del otro.

¿Qué decir del que obliga a un hombre humilde, a una mujer del pueblo, a arrodillarse para pedir perdón? ¿Del que ansía mostrarse magnánimo siempre que el otro-al que ha calificado ya como un individuo despreciable-pida clemencia públicamente?

Nuestras leyes, empezando por la Constitución del Ecuador, contemplan la figura del indulto. Si, aquella que también se encontraba presente en la plaza de toros, y que liberaba al astado más valiente de la muerte. Esta figura pervertida busca ahora “perdonar” siempre que el “delincuente”, verdadero o no, ruede por el suelo y muestre en el polvo como si lo hiciera ante un amo, su imagen de hinojos, derrotada.

Y con esto se nos ha llevado a creer que el indulto es un acto de magnanimidad de un gobernante, y no la aplicación de la ley que, en un Estado democrático, no puede jamás vituperar para concederlo. También el que obliga a otro a arrodillarse, aprovechando de su debilidad o condición, pierde la dignidad. 

Publicado el 1 de octubre de 2014