miércoles, 24 de abril de 2013

La navaja


¡Que chico no ha querido una navaja! Esta pieza, recibida de algún tío cariñoso en la Primera Comunión, incrementaba la edad del muchacho en un par de años por lo menos. No importaba que la mamá reclamara airadamente por lo impropio del regalo. Es que la navaja no era un juego para niños.

Si el tío era generoso la navaja venía en una cajita de cartón, tenía un color rojo brillante y, en el medio, una cruz metálica; solamente después sabríamos que tenía relación con la bandera suiza. Si la navaja era de menor calidad, tampoco importaba mucho: la sociedad de consumo no había dividido a la gente entre los que tienen lo mejor y los que tienen  lo peor.

La navaja servía para pelar una manzana en el paseo escolar, aunque la falta de habilidad llevaba casi siempre a que la fruta quedara reducida a su mínima expresión. También servía para jugar a muchas cosas, especialmente al “robaterreno”,  en un espacio de tierra lo suficientemente húmedo a que la punta se clavara sin dificultad y pudiera correr a lo largo del campo trazado, dividiendo cada vez más el territorio del rival.

Había navajas que estaba bien para verlas, pero era imposible guardarlas en un bolsillo, sobre todo cuando incluían una cuchara y un tenedor. Llevarlas a la excursión en el Cajas permitía separar las mariposas de la tortilla, cocinada a la luz del campamento.

Alguna vez la navaja dio seguridad a la salida del cine después de la función de la noche, cuando en Cuenca era posible circular sin otro riesgo que el que nacía del temor de una calle solitaria. En el camino de pocas cuadras hasta la casa, el instrumento  firmemente agarrado dentro del bolsillo de la casacainfundía la misma seguridad que la espada del Cid.

La navaja llegaba a su momento cumbre cuando la adolescencia bullía en el alma (y en otros lugares del cuerpo). Lo que hoy aparece en el Facebook, el deseo de contar a los demás que había aparecido la chica definitiva, requería de  esa hoja afilada, olvidada en el cajón del velador desde la fecha lejana de la Primera Comunión.

Había que buscar un árbol a la orilla del río: de ninguna manera un sauce porque tenía la piel tan rugosa que el trabajo era inútil. El álamo era el favorito pues su corteza blanca se prestaba fácilmente al trazo de las iniciales y, por fin, el corazón con la flecha atravesada.

La navaja había cumplido su misión. La hoja se cerraba y volvía al bolsillo de atrás del jean, hasta la próxima vez.

Publicado el 24 de abril de 2013

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