miércoles, 25 de diciembre de 2013

Hoy es Navidad

Hoy es Navidad. Es cierto que no somos los mismos que corrían tras un aro, calle abajo, ni que esperaban, viendo entre las rendijas de la puerta, la brillante bicicleta Atu, con el lacito puesto en el timón.

No somos los mismos que cabeceaban en la Misa del Gallo en la vieja capilla del colegio de los Sagrados Corazones, derruida hace años como una afrenta a nuestros bienes patrimoniales.

No somos los mismos que escuchábamos las noticias internacionales en la radio, esas que hoy nos golpean de frente al mostrarnos los niños muertos en Siria en plena Navidad. (¿Quién puede ser el asesino que ordena el bombardeo de una escuela, desde helicópteros?)

No somos los mismos que cantábamos “Ya viene el Niñito”, acompañados del melodio de Rafael Carpio Abad (si, el autor de la “Chola Cuencana”), y jamás habíamos visto un reno de nariz roja. Cuando los juguetes, que no eran muchos, pero sí preciosos, anhelados, visitados cada día en la vidriera del almacén hasta el día en que no estaban más, y no sabíamos si se encontraban envueltos para nosotros, u otro se los había llevado. 

Los días en que esos juguetes venían con el Niño Dios o con los Reyes Magos y, de ninguna manera con Santa Claus, que no nos pertenecía, y menos para tratarlo solamente de “Santa”, en una aplicación lingüística inexplicable para un barbudo de rojo. 

No somos los mismos porque ya no podemos abrazar a algunos de los amigos más queridos que se han ido para siempre, ni bromear con ellos, ni compartir la felicidad de reunirnos.

Ni podemos oler ahora el musgo delicado, ni tocar suavemente el salvaje que cuelga del arbolito en el Nacimiento, ni derramar lentamente el incienso en el brasero.

Pero podemos ser los mismos si no perdemos de vista el significado de la llegada del Niño Dios: cuando ceñimos al nieto que espera la caricia del abuelo aunque sea rehuyendo del abrazo de oso; cuando saludamos amablemente y no con un gruñido; cuando el abrazo es, en efecto, fuerte y sincero. Cuando las lágrimas, alegres o tristes, son de verdad y no de telenovela.

Bajemos las revoluciones que nos mueven cada día.  Detengámonos: hoy es Navidad. 

Publicado el 25 de diciembre de 2013

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Piano y papas fritas

El pianista se sienta en la banqueta. Además de ser famoso y de venir precedido por un cartel muy importante, da espectáculo. Viste –no puede ser de otra manera- un frac, cuya cola cae por detrás, mientras mueve el cuello y las manos preparando su interpretación.

Por su parte la directora de la Institución invitante acaba de pedir al distinguido público que apague sus teléfonos celulares. Se hace silencio. En el momento que el músico pone sus dedos sobre el piano, suena el timbre de un celular: es un sonido agresivo, de esos que seguramente su propietario usa para despertar en la mañana de un sueño muy pesado. Ni siquiera es un ring-ring tradicional pues la campanilla electrónica, ante la mirada atónita del pianista, ha tocado un reggaetón.

Piensan todos: ¿el dueño del teléfono va a contestar? Ventajosamente no lo hace sino que apaga, por fin, el timbre.

El pianista empieza; la puerta del local donde se lleva a cabo la interpretación se abre para que ingresen unos aficionados atrasados. No son pocos los que llegan tarde pues la puerta se abre varias veces, inclusive cuando faltan pocos minutos para que termine el concierto. Los que entran la dejan de par en par y el viento de las frías calles de Cuenca se cuela rápidamente, mientras afuera se escucha el ruido del agua de las mangueras que lavan la calzada.

Más que los que entran son los que salen: posiblemente han sido obligados a venir, no les interesa la música clásica y no encuentran gracia en ese señor que no aporrea el piano, sino que mueve sus dedos en un torrente de notas.

Lo que faltaba: llega un joven con peinado rasta, que parece que ha perdido el rumbo. Trae entre sus manos una gran bolsa de papas fritas que traga con deleite, produciendo un ruido atronador en el silencio –aunque sea momentáneo- del local. Escucha durante algunos minutos y después se despide a grandes voces de los asistentes. Sale, dejando la puerta abierta.

El teatro está lleno, pero de extranjeros, pues los asistentes locales son pocos pese a la calidad del espectáculo.  Los que fueron manifiestan que, con ruido, movimiento y celulares, el concierto fue de primera. ¿Están dispuestos a volver a otra presentación? Lo van a pensar.

¡Cuidado con nuestro Patrimonio Cultural de la Humanidad! 

Publicado el 18 de diciembre de 2013

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Lennon a los 33 años

Imagínate en el río, en un bote/con árboles de mandarina y cielos de mermelada/Alguien te llama/ Contestas suavemente/ a la niña con ojos de caleidoscopio”. La voz de John Lennon va recitando los versos de Lucy en el Cielo con Diamantes, obra maestra del disco más famoso del rock: la Banda del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta.

La canción muestra la psicodelia en estado puro, nacida de la experimentación de los Beatles que incluyó –ya es historia- el ácido lisérgico.
Hay cuatro años de diferencia entre “Quiero tomar tu mano” y “Lucy”, pero parece que han pasado décadas. Lennon y sus compañeros no se paralizaron en el tiempo ni se repitieron, aún a riesgo de perder oyentes. Y eso les volvió más grandes.

El Álbum Blanco, que vino después, fue un cóctel enorme de experimentación: música folk, nacida de escuchar a Donovan –pues los Beatles también escucharon al resto-, un clavicordio en “Cerditos”, la base del heavy-metal en “Helter Stelker”, un piano sincopado en “Martha, mi amor”, el tigre de “Bungalow Bill”, el mundo que gira para la tan querida Prudencia. Después la simplificación, la vuelta a los orígenes, mientras tocan en el techo de Apple, paralizando el tráfico, removiendo piezas de hace ocho años y nunca incluidas en discos o conciertos.

La ruptura: para Lennon la caída casi sin retorno, el vacío, la lucha por quedarse en Estados Unidos pese a la persecución del FBI, el desafío al mundo por casarse con una asiática sin gracia para los ojos de Occidente (quisiera ver si un poperito de hoy tendría las mismas agallas), los discos que casi nadie oye, aquellos que recuperan la memoria de las figuras malditas: Angela Davis, los separatistas irlandeses contra el Imperio Británico, los presos de la cárcel de Attica. Los años en el Edificio Dakota –si, el mismo de la “Semilla del Diablo” de Mia Farrow- mientras “Imagina” se vuelve un himno pacifista.

Lennon desea empezar otra vez y lee, escribe, toca, encerrado en su  casa, mientras espera que la inspiración, esa mujer coqueta e inconstante, vuelva a acostarse en su cama. Un día la encuentra y vuelve a la Plantación de Recuerdos, que eso es Plant Records, pero con nuevas propuestas: ha visto mucho tiempo girar las ruedas, mientras no hacía más que aguantar. Los dos vírgenes se vuelven una Doble Fantasía, pero nadie, ni él mismo, contaba con los disparos del 8 de diciembre. Lennon está muerto. Han pasado 33 años. 

Publicado el 11 de diciembre de 2013

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Hoy no fío ...

La tienda de la esquina tenía un letrero ininteligible: “Hoy no fío, mañana sí”.  ¿Qué quería decir?

Lo cierto es que el lugar estaba lleno de posibilidades si el fiambre alcanzaba: desde figuritas de soldados de plástico, que podrían formar un batallón, unos vestidos de azul y otros de gris (claro, eran de la Guerra de Secesión, totalmente desconocida en las clases de historia de la escuela) hasta guineos helados, que necesitaban una fuerte dentadura aunque el dolor en la frente podía ser inmediato.

La tienda era el lugar para comprar café soluble, sal de frutas para los dolores de barriga, un poco de azúcar para el café con pan con nata de las cuatro de la tarde. Y lo mejor es que estaba aquí mismo, en la equina, a media cuadra aunque la casa paterna estuviera en la mitad de la calle.

Nada de viajes en automóvil hasta el supermercado, ni colas para pagar. Las palabras “dé cobrando, vecina”, resolvían el asunto y era maravilloso ver cómo elaboraba las cuentas de memoria, sumando sucres y centavos en la mente. Sólo después pudimos darnos cuenta que, a veces, las cuentas salían más altas cuando en la casa había que entregar el vuelto.

No todas las tenderas tenían la habilidad de sumar de esta manera: era más práctico arrancar un trozo de papel de empaque del rollo colgado en el mostrador, o tomar un pedazo que igual podía usarse de servilleta para el pan con “mostadela”. El lápiz bajaba de la oreja y, con una lamida en la punta, las cuentas empezaban a desgranarse a lo largo de la hoja de papel de estraza.

Antes que corriera la conciencia del ahorro de las bolsas de papel, la tendera ponía todas las compras en la canasta que venía desde la casa, arreglando los productos de tal manera que los tomates no sufrieran con el peso de la botella de cerveza.

La real dimensión del letrerito colgado en la pared, entre la foto de una chica fumando Chester y una visión idealizada de Cuenca desde el aire e impresa en el Cuarto Centenario de la Fundación, llegaba cuando el comprador pronunciaba las fatídicas palabras: “Mamá dice si puede dar apuntando las compras”. Entonces la tendera se volteaba y con un dedo señalaba: “Hoy no fío...”

Todo quedaba al descubierto;  la vuelta a casa era la del perro con el rabo entre las piernas, con la canasta vacía y la necesidad de explicar que tal vez mañana sí podrían fiar en la tienda. 

Publicado el  4 de diciembre de 2013

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Rocola

Las rocolas han desaparecido de los bares, las cantinas y los salones de comidas. Hoy se encuentran, como grandes adornos, en las cavas de las casas particulares, las quintas vacacionales y los cuartos de juego donde se reúnen los amigos para una partida de 40 o de póker.

Esos aparatos tuvieron mejores –o peores- días, instalados cuidadosamente por el propietario del salón, que esperaba atraer mayor clientela con un poco de música: el disco de 45 r.p.m. se levantaba desde el fondo y, como por arte de magia, volteaba para que la aguja cayera en el lugar preciso.

Algún chispito sentado en el Marabú habrá escuchado pasillos que, más que ayudar a olvidar, le habrán traído recuerdos lacrimógenos. Otros parroquianos vieron rocolas con los vidrios rotos por el lanzamiento de una silla o las tuvieron de compañía mientras compartían un sánduche de pernil con jugo de tomate de árbol.

Los jóvenes escapados del colegio escucharon los últimos hits en estas cajas musicales: “La novia”, de Antonio Prieto o “Está dormida” en la voz del “Falsete del Plata”, el famoso Yaco Monti. 

Es que no había otra forma de oír los últimos éxitos sino en una rocola, o a través de la radio cuando una chica, en llamada directa al locutor y con un candor a toda prueba, pedía: “¿Me puede complacer?”, señalando a continuación el nombre de la canción.

Las rocolas tenían solamente boleros y baladas, jamás una pieza de rock, muchos corridos mexicanos y, por supuesto unos valses peruanos de aquellos que, pese a venir del “enemigo del Sur”, gustaron y se cantaron tanto.

La rocola, en la playa, estaba rodeada de jabas de cerveza que se desgranaban en las mesitas para mitigar el inexistente calor veraniego de una temporada en agosto. En la fogata se cantaban piezas aprendidas a golpe de introducir un sucre en el aparato.

Fue la música de una rocola la que llevó a un viejo amigo a sacar a bailar en un lugarcito costanero a una señorita de no muy buena reputación. Las canciones escogidas muestran la ingenua adolescencia: “Viejo, mi querido viejo”, de Piero, y “Me estoy portando mal”, de Leo Dan.

Las rocolas: ¡qué cosas habrán visto!.  

Publicado el 27 de noviembre de 2013

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cincuenta años de un disparo

La escuela es un hervidero. Son algo más de las once y media de la mañana pero la noticia, pese a la distancia, ha llegado como un rayo. En Dallas acaban de disparar al presidente de los Estados Unidos. El director reúne a los profesores, que empiezan a suponer que todo puede pasar. ¿Será el comienzo de la Tercera Guerra Mundial? La decisión está tomada: todos a la casa.

Las radios se han prendido en toda la ciudad; hay beatas que van a la iglesia del Cenáculo pues algo muy grave está por suceder. 
La televisión en blanco y negro empieza a transmitir imágenes inconexas; la tecnología no ayuda a entender qué es lo que está pasando. En media hora  más la noticia se hace pública: John F. Kennedy ha muerto.

Los diarios publicarán unas fotos pixeladas al día siguiente: en ellas se ve a Jacqueline Kennedy, con el vestido manchado de sangre y cara ausente, acompañando al vicepresidente Johnson que levanta la mano derecha para jurar el desempeño de su nuevo cargo. Solamente cuando llegue la próxima edición de la revista Life podrá verse que el vestido es rosado y la sangre, roja oscura.

Los canales de televisión nacional hacen un gran esfuerzo técnico y logran presentar (“en vivo y en directo”) el traslado por las calles de Washington. El redoble de los tambores será reproducido por las bandas de guerra de los colegios de Cuenca en los desfiles siguientes. El ataúd va sobre una cureña. (“Papi: ¿qué es eso? Es el carro de madera sobre el que se monta un cañón de artillería.”) Hay un caballo sin jinete que lleva las botas de montar, puestas al revés.

Después de dos días el asunto se complica: el dueño de un cabaret ha disparado contra Lee Harvey Oswald, el supuesto homicida, y le ha matado cuando el FBI le trasladaba a otra cárcel. ¿Quién está detrás? ¿Los rusos, el Ku Kux Klan? ¿O fue solamente un asesino solitario que dispara desde una librería publica?

La política desaparece y empiezan las anécdotas: Marilyn canta el “feliz cumpleaños” a John Kennedy en un traje ajustadísimo, que ya fue objeto de subasta. Jackie se casa con Onassis y da origen a una de las estrofas de la canción “Miss American Pie”, de Don McLean, muestra de la decepción social americana,  luego banalizada por Madonna.

Este viernes son 50 años del disparo: ha pasado el tiempo desde que los niños salieron en desbandada de la escuela Borja porque el mundo estaba por acabarse. 

Publicado el 20 de noviembre de 2013

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Nueva vida

Es en el colegio  donde se va conformando la jorga. Los compañeros de escuela que siguen juntos, tiene posibilidades de integrarla, aunque no todos. Allí, en el primer curso, se ven las caras de los que serán los nuevos amigos y se escuchan nombres que antes no se conocían. 
Está el “mono”, al que la familia ha enviado de Machala para que estudie en Cuenca, “donde hay mejores colegios y la gente es más sana”. Está el norteño, que trata de disimular la “eshe” cuando empieza a hablar de la “llegada” a Cuenca. Está el campesino, todavía huraño, tratando de sentarse en la parte de atrás del curso.

Por allí aparece un grandote mal encarado que, en seguida, atemoriza a los “tarosos” que todavía parecen de quinto grado. En la banca del lado está un flaco ¡que ya tiene bigote! Seguramente es un perdedor de año.

Todos buscan, disimulada o abiertamente, una cara conocida: alguien en quien apoyarse en este día tan especial, cuando lo primero que han escuchado es “señores, tomen asiento”.

¿Señor? Si apenas se ha despedido de la mamá, que le ha besado en la frente y ha pedido que se cuide en el colegio. 
La madre tiene razón: el colegio parece una jungla, con el patio lleno de muchachotes viejos, como de 17 años, que están terminando sus estudios y los menores apegados a la pared, tratando de pasar desapercibidos.

Son cientos, que se mueven de un lado a otro, mientras los recién llegados buscan una cara amable. Alguno tiene la suerte de haber llegado con un primo, o con el amigo del barrio, o con el fastidioso de la escuela, que por un momento es apoyo suficiente para no naufragar en el mar de desconocidos.

Un grupo del último año se acerca, anunciando a grandes voces: “¡Bautizo, bautizo!”, aunque no pasa de eso. Basta la cara de susto para que las risotadas estentóreas resuenen en todo el patio.

Pasan los días, las semanas y los meses: los chúcaros han cogido confianza y la cosa no está tan mal. Han sobrevivido sin grandes sobresaltos y empezado a encontrar en los compañeros esas relaciones que durarán toda la vida. 40 años después dirán: “¿Te acuerdas del Ramírez? Ha vuelto de los Estados Unidos y casi no le reconozco. El que se sentaba en el pupitre del lado y fumaba a escondidas”. 

Publicado el 13 de noviembre de 2013

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La vergüenza

No eran como los de ahora que no se destapan; durísimos al principio, había que “amansarlos” para evitar las ampollas, los raspones, la rotura de las medias o simplemente el dolor insoportable, que solamente acababa cuando sentados al borde de la cama nos deshacíamos de ellos.

No servían para correr largas distancias, pero con el tiempo valían para todos los menesteres, especialmente para jugar fútbol en una cancha de tierra que terminaba por agujerearlos. Parte se debía al crecimiento forzoso de los pies y parte al duro suelo en que corrían los niños tras una pelota que, en el mejor de los casos, se inflaba con el bleris que había que amarrar fuertemente para que el balón aguantara todo un partido.

Por ello, papás y mamás encontraban siempre una solución práctica con el zapatero de la esquina que, sin mayor esfuerzo, clavaba unos herrajes en la punta y en el taco del zapato de cuero. El resultado estaba pronto a la vista: no más zapatos destapados ni tacos que se acababan con premura.

Todo marchaba bien –como corresponde a quien usa zapatos- y los juegos de fútbol, las carreras y empujones, el resbalón por el lastre, no hacían mella en los herrajes, que soportaban impávidos los movimientos, torsiones, patadas, trepadas y demás actividades propias de la edad.

Pero hubo un momento fatal: tal vez el espacio que media desde la silla escolar hasta el pizarrón; quizás caminar, desde la banca del teatro al lado de los padres, al escenario para recibir el premio del sexto grado; o algo más terrible aún: cruzar la sala de madera –de verdad, no flotante- en el velorio de algún pariente, o entrar en el primer baile de la prima mayor, buscando los amigos en quienes refugiarse.

Allí, justamente en este momento, los herrajes de los zapatos sonaban irremediablemente, sin posibilidad alguna de esconder su característico ruido. Bajábamos la velocidad de la caminata, tratábamos de pisar con la planta, en un movimiento ridículo e inoficioso: el ruido nos seguía a través de todo el salón.

Aparecía el sentimiento de vergüenza, imposible de controlar, insoportable y eterno, hasta que llegábamos a nuestro destino, donde nos dábamos cuenta que tendríamos que regresar.

Se acabaron los zapateros y se acabaron los herrajes: los usan solamente los motociclistas en unas botas propias del deporte, y el ruido que producen al entrar a la cervecería impone su presencia. ¿Vergüenza? Ninguna.

Publicado el 6 de noviembre de 2013

domingo, 3 de noviembre de 2013

Hacer el mercado

Se dirige al mercado más cercano a su casa; como vive en el centro de la ciudad, ninguno de ellos está muy lejos pero hay algunos en que los productos se entregan “con vendaje” y, en otros, como dice la empleada, “es con cuenta”.

La doméstica lleva cargada a la espalda una gran canasta que sostiene con su pañolón de diario, pues de ninguna manera gastaría en estos oficios el pañolón fino que usa para ir a la misa del domingo.

 El lugar

El mercado no es más que una gran plaza llena de campesinos que han traído sus productos a la ciudad y que los ofrecen en las veredas de la calle. Es cierto que el edificio construido por el Municipio tiene en su interior otra clase de productos, expendidos por aquellos comerciantes habituales que han logrado un puesto a veces heredado de sus padres.

Adentro está la tercena con las carnes colgadas de ganchos, mientras el carnicero, con manos fuertes, hábiles y llenas de sangre, pega un tajo para cortar el pedazo que pesará y entregará a la compradora.

Aparecen por el suelo, pero en perfecto orden, los sacos de fideos, azúcar, harina y otros productos que se venden después de pesarlos en la balanza romana, con un platillo a un lado y las pesas al otro. ¡Cabe siempre echar un ojo a la hábil vendedora que, con el meñique, desbalancea la balanza en algunos gramos!
Los pasillos interiores se ven llenos de gente: las dueñas de casa avanzan trabajosamente con la empleada detrás, tratando de evitar el roce con los campesinos de poncho que arrastran sus ozhotas por un suelo que indudablemente no está limpio.
Productos
Desde un mostrador de mosaicos, grandes pescados ven a la multitud con ojos vidriosos. Han llegado de la Costa en cajones de madera llenos de hielo seco y muchas veces empapados de amoníaco para conservarlos mejor.
De repente se oye un griterío en uno de los almacenes cercanos, donde se venden guineos, oritos, verdes y maduros. Las amas de casa se retiran rápidamente: ha aparecido una culebra entre la fruta. Por allí alguna se santigua, aunque el bicho no merece tanto susto: no mide más de cuarenta centímetros. Sin embargo es despachado rápidamente por el dueño del negocio que no quiere que este extraño animal pueda asustar a la clientela.
A veces el ama de casa lleva una lista; otras, pregunta a su doméstica que le recuerda los alimentos que debe comprar: ella está al tanto pues es la que cocina en la casa.
Unas libras de esto, unos paquetes de aquello. Hierbas medicinales para las infusiones van también a la canasta, al igual que los tomates riñón que han sido debidamente palpados para revisar si no están demasiado maduros, ante el disgusto de la vendedora que ha respondido groseramente “¡Ya vaya comiendo de una vez!”

Otras son más amables, conocidas de hace muchos años, aunque reciben a los recién llegados con frases ininteligibles. Así, el que pidió un descuento escucha una respuesta tajante: “¡Tome todito, lleve, lleve!”, mientras hacen el ademán de empujar los productos hacia el comprador que pierde la compostura sin atreverse a contestar para no involucrarse en una “pelea de mindalas”.

 De vuelta a casa

Es hora de volver a la casa pero la canasta ya está muy pesada por lo que urge conseguir un cargador: la empleada sale a buscar al conocido don Manuel para que ayude a llevarla. El hombre esta vestido de harapos pero indudablemente es fuerte. Trae una soga de cabuya que le permite prontamente poner la canasta a la espalda y ajustarla con la cuerda. Por esta vez no es necesario usar la carretilla pues el bulto no es mayor. En otro momento este medio de transporte de carga, maravilla de la ingeniería popular que se balancea solamente en dos ruedas, en aplicación del principio de la palanca, habría servido para transportar por las calles empedradas, sin mayor esfuerzo, dos o tres canastas y una cabeza de guineos.

La compra ha concluido y el ama de casa, con su doméstica atrás y, después de ella, el cargador, caminan por la calle para llegar pronto a la casa. Es que hay que preparar el almuerzo de hoy que, como es jueves, será locro de papas, arroz con huevo frito y unas frutas de postre.

Publicado el 3 de noviembre de 2013

miércoles, 30 de octubre de 2013

Levanta la vista

Contaba un amigo que ha concluido sus actividades en una institución pública. Ha permanecido de funcionario durante muchos años, dentro de una oficina, si bien relativamente cómoda, pero encerrado entre cuatro paredes. La luz que le alumbraba era de neón y la pantalla de la computadora le disparó rayos catódicos todos los días.

Su rutina diaria suponía llegar a una hora determinada al trabajo, permanecer todo el día, y salir al final de la tarde, directo a su casa. Eso, duramente más de 20 años.

Hoy que se ha retirado decidió hacer algo que añoraba hace mucho tiempo: se ha dedicado a recorrer a pie la ciudad en la que nació y ha vivido siempre. Al llegar al centro ha alzado la vista y ha encontrado la belleza de la ciudad que muchas veces nos pasa desapercibida por la velocidad del vehículo que nos lleva, o por la premura que nos empuja a cumplir obligaciones con la vista baja y mirando una vereda.

Juan está entusiasmado y comenta con pasión sobre lo que ha contemplado en estos últimos días: un cielo azul profundo sobre el que se dibujan las torres de Santo Domingo, los rayos de sol polvoriento que cruzan la Catedral Nueva a las cinco de la tarde y rebotan en el empedrado de la calle Sucre, volviéndola de oro; los adoquines mojados que reflejan los balcones y canecillos de las casas; los frisos que aparecen en construcciones que, a nivel del suelo, tienen almacenes de ropa para niños.

Juan ha caminado horas y horas por la ciudad, volviendo a sentirla suya, a regocijarse del entorno; a agradecer el hecho reflexionado o fortuito, pero milagroso, que ha llevado a que estas casas se mantengan en pie y no hayan sido reemplazadas por mamotretos de cemento con vidrios azules de pecera, como tantos que se ven en las afueras.

En una casa de puertas antiguas Juan ha mirado hacia el pasado: ha visto el patio, el traspatio y la huerta, y ha imaginado el árbol de higos, los gallos de pelea, la piedra de las melcochas. Ha sentido el olor de la hierbaluisa y el cedrón y ha visto moverse los fantasmas de los que fueron y aún permanecen.

Todo eso es Cuenca. Ahora que se acerca un nuevo aniversario del 3 de noviembre podemos ratificar que vivimos en una ciudad especialmente bella. No esperemos mostrarla a los visitantes para volver a verla. Levantemos la vista y encontrémonos, otra vez, con su figura y con su espíritu.

Publicado  el 30 de octubre de 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

Publicidad y raspado de hielo


Un carro de madera, un gran pedazo de hielo, varios frascos de colores brillantes: verdes, amarillos y rosados, un raspador parecido al cepillo conque se pule la madera, un grupo de muchachos sudorosos después del partido de fútbol en el patio de la escuela.

Cada uno de ellos recibe, en su vaso, el raspado que aliviará la sed aunque la lengua quede teñida durante horas. El hielo que se deshace con el sol del mediodía, y el letrero que nunca falta: “Hoy no fío, mañana si”, terminan de definir una imagen detenida en el tiempo. Es que este heladero no requiere la publicidad en los medios para tener éxito con los muchachos.

Un poco más allá, la espumilla de guayaba, llena de grageas de colores, con los conos volteados esperando que la cuchara los llene. Una mosca que vuela y trata de asentarse prontamente es ahuyentada por el dueño del charol.

En las noches frías del Septenario se instalan los mercachifles que venden toda clase de cosas, los que gritan para atraer a los incautos que quieren probar su puntería, a sabiendas que la mira de la escopeta de motas está trucada. Cerca está la carne en palito, y el hambre termina de vencer cuando hay que elegir entre gastar los centavos en el tiro al blanco o en el chuzo humeante.

Manzanas enconfitadas que se menean en lo alto de un palo, suponen que quien las come tiene una buena dentadura, incapaz de rendirse ante el pegajoso dulce.

El perro caliente, completo con su salsa de cebollas reconocible de inmediato, llama también al hambriento que desea un buen bocado, aunque éste pudiera terminar en algo así como una intoxicación.
Éstas son comidas populares que se encuentran en cada feria, en cada fiesta popular, en la entrada de la iglesia a la que se va para la Visita al Santísimo, o en la carrera de la Cruces. Quien no las ha probado ha escamoteado algo a su vida juvenil, cuando el estómago aguanta todo.

La sociedad se ha vuelto cuidadosa: prontamente los alimentos que no son buenos para la salud tendrán vetada la publicidad, no saldrán en los diarios, ni tendrán cabida en la tele o en la radio.

Seamos francos: si por ello fuera, tampoco el hornado de la plaza de Gualaceo,  el caldo de patas, o la cuchicara de la  avenida Don Bosco, llegarían al mínimo necesario para aparecer en la prensa. Nunca mejor dicho: en este caso la publicidad pasa de boca en boca. Si no fuera así, algún burócrata estaría listo para vetarla.
Publicado el 23 de octubre de 2013

miércoles, 16 de octubre de 2013

Hércules y una llamada de auxilio


Lo recuerdo claramente: el día que conseguí el dinero suficiente para comprar el disco (long play, para llamarlo más claramente) fue el mismo que un avión Hércules llegó al aeropuerto Mariscal Lamar y aterrizó entre una nube de polvo ante la mirada de cientos de personas que nunca habían visto una nave tan grande.

La cola del avión se veía claramente desde la Avenida España, sobre la casita del terminal aéreo, rodeada de cipreses que siempre dieron un olor especial a las despedidas de quienes viajaban hacia lugares lejanos.

Hasta ese momento todavía volaban los Douglas DC3, que se ven en las películas de la Segunda Guerra Mundial, aunque habían llegado también  los Vickers Viscount y tal vez un Caravelle, que sí era un jet.

El disco estaba fabricado por Ifesa y tenía su carátula sellada con plástico. Adentro estaba la joya que acababa de adquirir, envuelta en una cubierta que impedía los rayones sobre el vinilo negro y brillante. La imagen de la carátula mostraba a cuatro jóvenes en la nieve, con ropa oscura, que alzaban sus brazos para  dibujar, en clave, cuatro letras, como aquellas que hacen los marinos en la cubierta de los barcos: h.e.l.p, auxilio.

En el reverso del disco, la lista de catorce canciones. ¿El año?: 1965

¡Qué prisa tuvimos de llegar a la casa! Desde la calle Bolívar, almacén de discos del señor Cardoso, tomando la Gran Colombia y después la avenida Huayna-Cápac, adoquinada y con parterre y monumentos, enfilamos hacia la Chola Cuencana, que nos mostraba su cántaro del que brotaba agra cristalina. En el otro lado del monumento estaba don Andrés Hurtado de Mendoza, con su espada completa, robada unos años después, y con una capa que alguna vez nos pareció similar a las alas de un murciélago (¿Batman, tal vez, en la mente infantil?)

La avenida España era una larga vía, la primera asfaltada de la ciudad. Pese a la premura de oír el disco, tuvimos tiempo para parar en el aeropuerto y ver, en directo, el gigantesco Hércules. En ese momento el avión se movía lentamente hacia el inicio de la pista, y los enormes cuatro motores de hélice levantaban una polvareda impresionante. Tomó pista y se elevó casi como un pájaro de la era de los dinosaurios.

Y después, en la casa, tomar el disco con suavidad con las dos manos; ver si no tenía ni una motita de polvo, ponerlo en el plato del tocadiscos, elevar el brazo de la aguja y bajarlo con toda la suavidad y lentitud posibles. ¡Allí estaban! los Beatles cantando Help. Casi cincuenta años.

Publicado el 16 de octubre de 2013

miércoles, 9 de octubre de 2013

Localización por el apodo


Hace unos días apareció en la prensa una noticia que decía: “En Chumblín, el chamburo es una fuente de ingresos”. La frase llevó inmediatamente a que muchos recordáramos al amigo dueño del conocido apodo que, en defensa, sacó inmediatamente de sus archivos una lista que puso a disposición.

La mentada lista contenía una enumeración muy larga de apodos cuencanos. Con ella podemos darnos cuenta, si entramos en el campo de la sociología, que muchos sobrenombres provienen de la vida del campo y de la hacienda, orígenes de la sociedad  cuencana. Están los que se refieren a animales e, inclusive, a plantas. Claro está que el original dueño del apodo o sobrenombre dio razones suficientes a sus amigos –o, tal vez, fueron enemigos- para que le “clavaran” un nombrecito que fue posteriormente heredado por sus hijos, nietos y bisnietos.

Hay personas a las que se les conoce solamente por el apodo, pues su nombre ha pasado a campo desconocido. Algunos, valientes, han pedido al Registro Civil que se incluyera el sobrenombre en su cédula de identidad, con lo que definitivamente pasaron a hacerlo suyo, sin vuelta atrás.

Ciertos ciudadanos llevan sus apodos con mucho orgullo, otros quisieran que nadie los conociera, pues son feos, desagradables, o simplemente hirientes. No existe, en todo caso, familia que no tenga el suyo que, por supuesto, nada tiene que ver con el detestable “alias” con que se protegen los indeseables y perseguidos por la justicia.

Si Usted recorre los nombres familiares, los de su jorga, o de personas conocidas, va a encontrar que la fauna se muestra en todo su esplendor. Hay aves: búhos, chugos, gallinas, garzas, loras, pavas, lechuzas, mirlos, palomas, gallos o simplemente pájaros, en forma genérica.


Los equinos se encuentran representados por los caballos, los burros, las yeguas y las mulas; los bovinos por los toros o su traducción nativa de huagras; los ovinos por las cabras, los borregos y los chivos. Están los perros y los zorros.

Aparecen animales exóticos para nuestras tierras como los camellos y los tigres; insectos como los zancudos, los piojos y las pulgas, sin olvidar a las polillas.

A cada uno de ellos puede Usted agregar un apellido, y la figura del personaje queda completa. Estos nombres sirven muchas veces para ubicar a quienes de otra manera sería imposible: “¿Te acuerdas del Wilson? ¿De quién? ¡Del Mishi, pues!” 

Ventajosamente a nadie se le ha ocurrido decir que fulanito tiene un “nickname” en vez de un apodo.

Publicado el 9 de octubre de 2013