miércoles, 6 de noviembre de 2013

La vergüenza

No eran como los de ahora que no se destapan; durísimos al principio, había que “amansarlos” para evitar las ampollas, los raspones, la rotura de las medias o simplemente el dolor insoportable, que solamente acababa cuando sentados al borde de la cama nos deshacíamos de ellos.

No servían para correr largas distancias, pero con el tiempo valían para todos los menesteres, especialmente para jugar fútbol en una cancha de tierra que terminaba por agujerearlos. Parte se debía al crecimiento forzoso de los pies y parte al duro suelo en que corrían los niños tras una pelota que, en el mejor de los casos, se inflaba con el bleris que había que amarrar fuertemente para que el balón aguantara todo un partido.

Por ello, papás y mamás encontraban siempre una solución práctica con el zapatero de la esquina que, sin mayor esfuerzo, clavaba unos herrajes en la punta y en el taco del zapato de cuero. El resultado estaba pronto a la vista: no más zapatos destapados ni tacos que se acababan con premura.

Todo marchaba bien –como corresponde a quien usa zapatos- y los juegos de fútbol, las carreras y empujones, el resbalón por el lastre, no hacían mella en los herrajes, que soportaban impávidos los movimientos, torsiones, patadas, trepadas y demás actividades propias de la edad.

Pero hubo un momento fatal: tal vez el espacio que media desde la silla escolar hasta el pizarrón; quizás caminar, desde la banca del teatro al lado de los padres, al escenario para recibir el premio del sexto grado; o algo más terrible aún: cruzar la sala de madera –de verdad, no flotante- en el velorio de algún pariente, o entrar en el primer baile de la prima mayor, buscando los amigos en quienes refugiarse.

Allí, justamente en este momento, los herrajes de los zapatos sonaban irremediablemente, sin posibilidad alguna de esconder su característico ruido. Bajábamos la velocidad de la caminata, tratábamos de pisar con la planta, en un movimiento ridículo e inoficioso: el ruido nos seguía a través de todo el salón.

Aparecía el sentimiento de vergüenza, imposible de controlar, insoportable y eterno, hasta que llegábamos a nuestro destino, donde nos dábamos cuenta que tendríamos que regresar.

Se acabaron los zapateros y se acabaron los herrajes: los usan solamente los motociclistas en unas botas propias del deporte, y el ruido que producen al entrar a la cervecería impone su presencia. ¿Vergüenza? Ninguna.

Publicado el 6 de noviembre de 2013

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