Cada espacio tiene su razón de ser y su uso particular: un zaguán lleva al interior de la casa desde la puerta de la entrada, que se abre y cierra con una llave de canuto. Por la parte interior una aldaba protege de la entrada de extraños en la noche. Después está el patio, con la grada que lleva al segundo piso.
El enamorado, que había pasado meses visitando a su novia en la puerta de entrada, sentía que las cosas iban adelante cuando le invitaban a pasar al patio. Subir la grada, al salón del segundo piso, supone una virtual aprobación del carácter casi oficial de la relación.
El patio tenía plantas de jardín cuidadas por esmero por la dueña de casa. A veces contaba una fuente, que casi nunca estaba en uso, hecha de mármol de la zona.
Había una banquita para tomar el sol mientras se lee el periódico y las habitaciones lo rodeaban iluminándose en las mañanas de junio, cuando un sol pálido ingresa por el gran espacio central que enmarcan los techos.
El traspatio iba más allá: zona vedada para extraños, guarda todo lo que en la casa se usa una vez al año. En alguna habitación estaban las ollas para los tamales y la fanesca, y la tina de baño de madera que servía para recibir la ropa que venía del viejo lavador donde reposa un jabón azul añil.
Está, en una de sus esquinas, un cuarto cerrado, de esos que asustan a los chicos. Todo lo que sirve y todo lo inservible se encuentra allí.
Un pequeño callejón lleva a la huerta: el paraíso privado de la vieja casa, donde están el árbol de higos, la piedra de hacer melcochas y el cantero de hierbas medicinales. Allí cantan al amanecer los gallos de pelea, esperando la traba que les llevará a enfrentarse. La tapia de adobe, vieja y casi derruida, divide este mundo de la ciudad. Los niños pueden jugar en los charcos y tener un conejo que, como tiene nombre, jamás irá a parar a la olla.
“El paraíso es la infancia”, pero es un paraíso que duró muy poco, solo el tiempo que tomó recorrer patio, traspatio y huerta.
Publicado el 30 de marzo de 2016
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