Es en el colegio donde se va conformando la jorga. Los compañeros de escuela que siguen juntos, tiene posibilidades de integrarla, aunque no todos. Allí, en el primer curso, se ven las caras de los que serán los nuevos amigos y se escuchan nombres que antes no se conocían.
Está el “mono”, al que la familia ha enviado de Machala para que estudie en Cuenca, “donde hay mejores colegios y la gente es más sana”. Está el norteño, que trata de disimular la “eshe” cuando empieza a hablar de la “llegada” a Cuenca. Está el campesino, todavía huraño, tratando de sentarse en la parte de atrás del curso.
Está el “mono”, al que la familia ha enviado de Machala para que estudie en Cuenca, “donde hay mejores colegios y la gente es más sana”. Está el norteño, que trata de disimular la “eshe” cuando empieza a hablar de la “llegada” a Cuenca. Está el campesino, todavía huraño, tratando de sentarse en la parte de atrás del curso.
Por allí aparece un grandote mal encarado que, en seguida, atemoriza a los “tarosos” que todavía parecen de quinto grado. En la banca del lado está un flaco ¡que ya tiene bigote! Seguramente es un perdedor de año.
Todos buscan, disimulada o abiertamente, una cara conocida: alguien en quien apoyarse en este día tan especial, cuando lo primero que han escuchado es “señores, tomen asiento”.
¿Señor? Si apenas se ha despedido de la mamá, que le ha besado en la frente y ha pedido que se cuide en el colegio.
La madre tiene razón: el colegio parece una jungla, con el patio lleno de muchachotes viejos, como de 17 años, que están terminando sus estudios y los menores apegados a la pared, tratando de pasar desapercibidos.
Son cientos, que se mueven de un lado a otro, mientras los recién llegados buscan una cara amable. Alguno tiene la suerte de haber llegado con un primo, o con el amigo del barrio, o con el fastidioso de la escuela, que por un momento es apoyo suficiente para no naufragar en el mar de desconocidos.
Un grupo del último año se acerca, anunciando a grandes voces: “¡Bautizo, bautizo!”, aunque no pasa de eso. Basta la cara de susto para que las risotadas estentóreas resuenen en todo el patio.
Pasan los días, las semanas y los meses: los chúcaros han cogido confianza y la cosa no está tan mal. Han sobrevivido sin grandes sobresaltos y empezado a encontrar en los compañeros esas relaciones que durarán toda la vida. 40 años después dirán: “¿Te acuerdas del Ramírez? Ha vuelto de los Estados Unidos y casi no le reconozco. El que se sentaba en el pupitre del lado y fumaba a escondidas”.
Publicado el 13 de noviembre de 2013
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