miércoles, 27 de noviembre de 2013

Rocola

Las rocolas han desaparecido de los bares, las cantinas y los salones de comidas. Hoy se encuentran, como grandes adornos, en las cavas de las casas particulares, las quintas vacacionales y los cuartos de juego donde se reúnen los amigos para una partida de 40 o de póker.

Esos aparatos tuvieron mejores –o peores- días, instalados cuidadosamente por el propietario del salón, que esperaba atraer mayor clientela con un poco de música: el disco de 45 r.p.m. se levantaba desde el fondo y, como por arte de magia, volteaba para que la aguja cayera en el lugar preciso.

Algún chispito sentado en el Marabú habrá escuchado pasillos que, más que ayudar a olvidar, le habrán traído recuerdos lacrimógenos. Otros parroquianos vieron rocolas con los vidrios rotos por el lanzamiento de una silla o las tuvieron de compañía mientras compartían un sánduche de pernil con jugo de tomate de árbol.

Los jóvenes escapados del colegio escucharon los últimos hits en estas cajas musicales: “La novia”, de Antonio Prieto o “Está dormida” en la voz del “Falsete del Plata”, el famoso Yaco Monti. 

Es que no había otra forma de oír los últimos éxitos sino en una rocola, o a través de la radio cuando una chica, en llamada directa al locutor y con un candor a toda prueba, pedía: “¿Me puede complacer?”, señalando a continuación el nombre de la canción.

Las rocolas tenían solamente boleros y baladas, jamás una pieza de rock, muchos corridos mexicanos y, por supuesto unos valses peruanos de aquellos que, pese a venir del “enemigo del Sur”, gustaron y se cantaron tanto.

La rocola, en la playa, estaba rodeada de jabas de cerveza que se desgranaban en las mesitas para mitigar el inexistente calor veraniego de una temporada en agosto. En la fogata se cantaban piezas aprendidas a golpe de introducir un sucre en el aparato.

Fue la música de una rocola la que llevó a un viejo amigo a sacar a bailar en un lugarcito costanero a una señorita de no muy buena reputación. Las canciones escogidas muestran la ingenua adolescencia: “Viejo, mi querido viejo”, de Piero, y “Me estoy portando mal”, de Leo Dan.

Las rocolas: ¡qué cosas habrán visto!.  

Publicado el 27 de noviembre de 2013

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cincuenta años de un disparo

La escuela es un hervidero. Son algo más de las once y media de la mañana pero la noticia, pese a la distancia, ha llegado como un rayo. En Dallas acaban de disparar al presidente de los Estados Unidos. El director reúne a los profesores, que empiezan a suponer que todo puede pasar. ¿Será el comienzo de la Tercera Guerra Mundial? La decisión está tomada: todos a la casa.

Las radios se han prendido en toda la ciudad; hay beatas que van a la iglesia del Cenáculo pues algo muy grave está por suceder. 
La televisión en blanco y negro empieza a transmitir imágenes inconexas; la tecnología no ayuda a entender qué es lo que está pasando. En media hora  más la noticia se hace pública: John F. Kennedy ha muerto.

Los diarios publicarán unas fotos pixeladas al día siguiente: en ellas se ve a Jacqueline Kennedy, con el vestido manchado de sangre y cara ausente, acompañando al vicepresidente Johnson que levanta la mano derecha para jurar el desempeño de su nuevo cargo. Solamente cuando llegue la próxima edición de la revista Life podrá verse que el vestido es rosado y la sangre, roja oscura.

Los canales de televisión nacional hacen un gran esfuerzo técnico y logran presentar (“en vivo y en directo”) el traslado por las calles de Washington. El redoble de los tambores será reproducido por las bandas de guerra de los colegios de Cuenca en los desfiles siguientes. El ataúd va sobre una cureña. (“Papi: ¿qué es eso? Es el carro de madera sobre el que se monta un cañón de artillería.”) Hay un caballo sin jinete que lleva las botas de montar, puestas al revés.

Después de dos días el asunto se complica: el dueño de un cabaret ha disparado contra Lee Harvey Oswald, el supuesto homicida, y le ha matado cuando el FBI le trasladaba a otra cárcel. ¿Quién está detrás? ¿Los rusos, el Ku Kux Klan? ¿O fue solamente un asesino solitario que dispara desde una librería publica?

La política desaparece y empiezan las anécdotas: Marilyn canta el “feliz cumpleaños” a John Kennedy en un traje ajustadísimo, que ya fue objeto de subasta. Jackie se casa con Onassis y da origen a una de las estrofas de la canción “Miss American Pie”, de Don McLean, muestra de la decepción social americana,  luego banalizada por Madonna.

Este viernes son 50 años del disparo: ha pasado el tiempo desde que los niños salieron en desbandada de la escuela Borja porque el mundo estaba por acabarse. 

Publicado el 20 de noviembre de 2013

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Nueva vida

Es en el colegio  donde se va conformando la jorga. Los compañeros de escuela que siguen juntos, tiene posibilidades de integrarla, aunque no todos. Allí, en el primer curso, se ven las caras de los que serán los nuevos amigos y se escuchan nombres que antes no se conocían. 
Está el “mono”, al que la familia ha enviado de Machala para que estudie en Cuenca, “donde hay mejores colegios y la gente es más sana”. Está el norteño, que trata de disimular la “eshe” cuando empieza a hablar de la “llegada” a Cuenca. Está el campesino, todavía huraño, tratando de sentarse en la parte de atrás del curso.

Por allí aparece un grandote mal encarado que, en seguida, atemoriza a los “tarosos” que todavía parecen de quinto grado. En la banca del lado está un flaco ¡que ya tiene bigote! Seguramente es un perdedor de año.

Todos buscan, disimulada o abiertamente, una cara conocida: alguien en quien apoyarse en este día tan especial, cuando lo primero que han escuchado es “señores, tomen asiento”.

¿Señor? Si apenas se ha despedido de la mamá, que le ha besado en la frente y ha pedido que se cuide en el colegio. 
La madre tiene razón: el colegio parece una jungla, con el patio lleno de muchachotes viejos, como de 17 años, que están terminando sus estudios y los menores apegados a la pared, tratando de pasar desapercibidos.

Son cientos, que se mueven de un lado a otro, mientras los recién llegados buscan una cara amable. Alguno tiene la suerte de haber llegado con un primo, o con el amigo del barrio, o con el fastidioso de la escuela, que por un momento es apoyo suficiente para no naufragar en el mar de desconocidos.

Un grupo del último año se acerca, anunciando a grandes voces: “¡Bautizo, bautizo!”, aunque no pasa de eso. Basta la cara de susto para que las risotadas estentóreas resuenen en todo el patio.

Pasan los días, las semanas y los meses: los chúcaros han cogido confianza y la cosa no está tan mal. Han sobrevivido sin grandes sobresaltos y empezado a encontrar en los compañeros esas relaciones que durarán toda la vida. 40 años después dirán: “¿Te acuerdas del Ramírez? Ha vuelto de los Estados Unidos y casi no le reconozco. El que se sentaba en el pupitre del lado y fumaba a escondidas”. 

Publicado el 13 de noviembre de 2013

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La vergüenza

No eran como los de ahora que no se destapan; durísimos al principio, había que “amansarlos” para evitar las ampollas, los raspones, la rotura de las medias o simplemente el dolor insoportable, que solamente acababa cuando sentados al borde de la cama nos deshacíamos de ellos.

No servían para correr largas distancias, pero con el tiempo valían para todos los menesteres, especialmente para jugar fútbol en una cancha de tierra que terminaba por agujerearlos. Parte se debía al crecimiento forzoso de los pies y parte al duro suelo en que corrían los niños tras una pelota que, en el mejor de los casos, se inflaba con el bleris que había que amarrar fuertemente para que el balón aguantara todo un partido.

Por ello, papás y mamás encontraban siempre una solución práctica con el zapatero de la esquina que, sin mayor esfuerzo, clavaba unos herrajes en la punta y en el taco del zapato de cuero. El resultado estaba pronto a la vista: no más zapatos destapados ni tacos que se acababan con premura.

Todo marchaba bien –como corresponde a quien usa zapatos- y los juegos de fútbol, las carreras y empujones, el resbalón por el lastre, no hacían mella en los herrajes, que soportaban impávidos los movimientos, torsiones, patadas, trepadas y demás actividades propias de la edad.

Pero hubo un momento fatal: tal vez el espacio que media desde la silla escolar hasta el pizarrón; quizás caminar, desde la banca del teatro al lado de los padres, al escenario para recibir el premio del sexto grado; o algo más terrible aún: cruzar la sala de madera –de verdad, no flotante- en el velorio de algún pariente, o entrar en el primer baile de la prima mayor, buscando los amigos en quienes refugiarse.

Allí, justamente en este momento, los herrajes de los zapatos sonaban irremediablemente, sin posibilidad alguna de esconder su característico ruido. Bajábamos la velocidad de la caminata, tratábamos de pisar con la planta, en un movimiento ridículo e inoficioso: el ruido nos seguía a través de todo el salón.

Aparecía el sentimiento de vergüenza, imposible de controlar, insoportable y eterno, hasta que llegábamos a nuestro destino, donde nos dábamos cuenta que tendríamos que regresar.

Se acabaron los zapateros y se acabaron los herrajes: los usan solamente los motociclistas en unas botas propias del deporte, y el ruido que producen al entrar a la cervecería impone su presencia. ¿Vergüenza? Ninguna.

Publicado el 6 de noviembre de 2013

domingo, 3 de noviembre de 2013

Hacer el mercado

Se dirige al mercado más cercano a su casa; como vive en el centro de la ciudad, ninguno de ellos está muy lejos pero hay algunos en que los productos se entregan “con vendaje” y, en otros, como dice la empleada, “es con cuenta”.

La doméstica lleva cargada a la espalda una gran canasta que sostiene con su pañolón de diario, pues de ninguna manera gastaría en estos oficios el pañolón fino que usa para ir a la misa del domingo.

 El lugar

El mercado no es más que una gran plaza llena de campesinos que han traído sus productos a la ciudad y que los ofrecen en las veredas de la calle. Es cierto que el edificio construido por el Municipio tiene en su interior otra clase de productos, expendidos por aquellos comerciantes habituales que han logrado un puesto a veces heredado de sus padres.

Adentro está la tercena con las carnes colgadas de ganchos, mientras el carnicero, con manos fuertes, hábiles y llenas de sangre, pega un tajo para cortar el pedazo que pesará y entregará a la compradora.

Aparecen por el suelo, pero en perfecto orden, los sacos de fideos, azúcar, harina y otros productos que se venden después de pesarlos en la balanza romana, con un platillo a un lado y las pesas al otro. ¡Cabe siempre echar un ojo a la hábil vendedora que, con el meñique, desbalancea la balanza en algunos gramos!
Los pasillos interiores se ven llenos de gente: las dueñas de casa avanzan trabajosamente con la empleada detrás, tratando de evitar el roce con los campesinos de poncho que arrastran sus ozhotas por un suelo que indudablemente no está limpio.
Productos
Desde un mostrador de mosaicos, grandes pescados ven a la multitud con ojos vidriosos. Han llegado de la Costa en cajones de madera llenos de hielo seco y muchas veces empapados de amoníaco para conservarlos mejor.
De repente se oye un griterío en uno de los almacenes cercanos, donde se venden guineos, oritos, verdes y maduros. Las amas de casa se retiran rápidamente: ha aparecido una culebra entre la fruta. Por allí alguna se santigua, aunque el bicho no merece tanto susto: no mide más de cuarenta centímetros. Sin embargo es despachado rápidamente por el dueño del negocio que no quiere que este extraño animal pueda asustar a la clientela.
A veces el ama de casa lleva una lista; otras, pregunta a su doméstica que le recuerda los alimentos que debe comprar: ella está al tanto pues es la que cocina en la casa.
Unas libras de esto, unos paquetes de aquello. Hierbas medicinales para las infusiones van también a la canasta, al igual que los tomates riñón que han sido debidamente palpados para revisar si no están demasiado maduros, ante el disgusto de la vendedora que ha respondido groseramente “¡Ya vaya comiendo de una vez!”

Otras son más amables, conocidas de hace muchos años, aunque reciben a los recién llegados con frases ininteligibles. Así, el que pidió un descuento escucha una respuesta tajante: “¡Tome todito, lleve, lleve!”, mientras hacen el ademán de empujar los productos hacia el comprador que pierde la compostura sin atreverse a contestar para no involucrarse en una “pelea de mindalas”.

 De vuelta a casa

Es hora de volver a la casa pero la canasta ya está muy pesada por lo que urge conseguir un cargador: la empleada sale a buscar al conocido don Manuel para que ayude a llevarla. El hombre esta vestido de harapos pero indudablemente es fuerte. Trae una soga de cabuya que le permite prontamente poner la canasta a la espalda y ajustarla con la cuerda. Por esta vez no es necesario usar la carretilla pues el bulto no es mayor. En otro momento este medio de transporte de carga, maravilla de la ingeniería popular que se balancea solamente en dos ruedas, en aplicación del principio de la palanca, habría servido para transportar por las calles empedradas, sin mayor esfuerzo, dos o tres canastas y una cabeza de guineos.

La compra ha concluido y el ama de casa, con su doméstica atrás y, después de ella, el cargador, caminan por la calle para llegar pronto a la casa. Es que hay que preparar el almuerzo de hoy que, como es jueves, será locro de papas, arroz con huevo frito y unas frutas de postre.

Publicado el 3 de noviembre de 2013