El hombre que no vive en sociedad –entiéndase con los demás- es un dios o una bestia: lo dijo Aristóteles hace 2.350 años. Esta frase, que sirve para fundamentar muchos de los “inventos” humanos, entre ellos el Derecho, es una verdad incontrovertible ratificada día a día.
La soledad supone, en muchos casos, un castigo imposible de aguantar. Los griegos tomaban medidas radicales contra los ciudadanos que habían abusado de su poder: una de ellas suponía el destierro del reo, que debía abandonar la ciudad donde había vivido. La votación para resolver la exclusión se escribía en un pedazo de arcilla que tenía la forma de una concha. De allí, el ostracismo.
Hoy, tal vez con excepciones, todos desean manifestarse vivos dentro de su sociedad. Es ésta probablemente la razón para que se coloquen en las redes sociales las fotos de la existencia cotidiana: el cumpleaños, el paseo a la playa, el hijo que nace y crece, el viaje al exterior. Tal exposición pública supone inclusive un riesgo, pues el individuo queda descubierto por su propia voluntad.
Hay personas que no están en las redes sociales: su inexistencia pública puede suponer una efectiva o supuesta inexistencia física. Sobre todo si son amigos de la infancia o parientes lejanos, que no están en nuestra mente y no los recordamos más. Los romanos determinaban, en los mismos términos que Aristóteles, que “existir” quiere decir “vivir en sociedad” y, “morir”, “dejar de vivir en sociedad”.
Otras personas están en las redes sociales en plan “voyeur”: solamente observan a los demás desde una ventana indiscreta, y jamás se muestran. Están al tanto de lo que sucede, pero no se comprometen.
El tercer grupo da y recibe información: sus “posts”, que no son más que exposiciones, requieren ser vistos y “aceptados” por otros. Un “me gusta” parecería que satisface íntimos deseos de aprobación social y ratifica, al que lo publica, su integración en el grupo social.
Sin embargo, no se deje engañar por la suposición de que las redes se extienden solamente en el ámbito de la llamada “gente acomodada”: el fenómeno está tan extendido que cualquier joven, de la extracción que fuere, tiene su “libro de rostros” en el pequeño teléfono celular o en la computadora, que no han sido regalados por papá sino comprados con mucho esfuerzo. Hay una superposición de colectividades que han transformado el entorno de un complejo mundo.
Publicado el 14 de agosto de 2013
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