Las noches frías de junio habían llegado. La ciudad esperaba la fiesta del Corpus Christi y los muchachos de los colegios se mostraban ansiosos por la posibilidad de salir en la noche, sin la presencia der sus padres, ¡a ver chicas!
Los más avezados se pasaban las horas de las clases preparando los “piropos”: trocitos de papel doblados en forma de “v”, que luego llenarían los bolsillos de los malcriados. Estos piropos –nombrecito que no se compadecía con el escozor que causarían en las piernas de las estudiantes- iban a ser disparados en la noche durante las vueltas al parque, por medio de una “pallca” hecha de alambre retorcido, en coqueteo primitivo e inexplicable.
Al final, llegadas las siete de la noche o, tal vez las ocho, los muchachos enfilaban hacia el Parque Calderón a disfrutar de emociones que se presentaban una sola vez al año. Jugar a la ruleta, donde aparecían las caras de un mono, de un negro, del diablo y la figura de una bailarina pintada al estilo de la publicidad de los cigarrillos de los años 40, no tenía igual.
El premio era un simple pan de dulce –de gran tamaño- o unas melcochas, pintadas de rosado y azul, que sabían a gloria.
Más allá un mercachifle llamaba con voz potente a las señoritas que estaban dispuestas a entrar al sorteo de otras delicias, entre ellas el inefable pan antes nombrado, si podían sacar de una bolsa mugrienta la ficha que traía la figura del premio. El panadero, convertido en director del sorteo, clamaba por la presencia de “una mano suave y lisa, que no haya cogido chorizo ni longaniza”, en un juego de palabras procaz y a la vez ininteligible para los niños que merodeaban alrededor. El caramanchel, que seguramente dividía el cuarto de una casa de San Roque, tenía ahora chicles pegados en su superficie, a la que apuntaban otros chicos con carabinas de mota, con la guía de la mira convenientemente torcida.
Cada media hora se encendía un castillo; todos, boquiabiertos, veían ascender al cielo, más allá de las cúpulas de la Catedral, la “palomita” que se elevaba vertiginosa entre los globos de colores.
A las diez se terminaba todo, luego de que el Globo del Santísimo, sostenido con una piola desde una de las casas de la calle Bolívar, dejaba esta tierra para elevarse al infinito.
Simples y queridas tradiciones ciudadanas, sin complicaciones, que alegraron a tantos chicos en las frías noches de un Septenario de junio. Quien las gozó no las olvida.
Publicado el 6 de junio de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario