miércoles, 27 de junio de 2012

La Ley de Murphy a diario


Hace muchos años que se conoce la Ley de Murphy. Fue descubierta por un ingeniero de la Fuerza Aérea norteamericana que notó que generalmente se conectaban los cables de un cohete en forma equivocada, porque eran tan parecidos que el error se producía indefectiblemente. La mentada Ley dice: “Todo lo que puede suceder, sucede”. Una variación más conocida señala: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”.

Cada uno de nosotros sabe que esto pasa en la vida cotidiana: no puede dudarse que la fila en que nos encontramos, para entrar al fútbol o para pagar en el supermercado, siempre se mueve más lentamente que la fila del lado.

Nuestra ciudad también tiene su propia aplicación de la Ley de Murphy: ¿acaso no sucede que justamente nuestro vehículo es multado por el Parqueo Ciudadano, cuando lo dejamos estacionado cuando nos bajamos en la botica por una emergencia?

¿Acaso no pasa que, al subir atrasados por el puente de El Vado el día sábado en la tarde, con rumbo a San Francisco para asistir al bautizo de un sobrino muy querido, ese día están componiendo la calzada?

¿Nos ha sucedido que el día en que vamos a un concierto en el Coliseo, habiendo comprado la entrada con mucha anticipación, no hay nadie? Al contrario, cuando resolvemos ir a última hora, la reventa está en su pico más alto. El Deportivo Cuenca gana al campeón nacional fuera de casa y cuando vamos a verle al estadio “Alejandro Serrano”, aguanta una goleada. Queremos ir al centro de la ciudad en vehículo y han instalado un escenario en la calle Sucre.

Compramos globos y castillo para la fiesta familiar, y llueve. La Fama está cerrada cuando tenemos ganas de un sánduche de pernil. El proceso judicial complicado cae en manos de un juez suplente. El día en que tomamos unos tragos de más, la policía hace batida. Resolvemos comprar un televisor nuevo, y suben los aranceles.

Los científicos que no creen en la Ley de Murphy consideran que se trata solamente del enorme cúmulo de coincidencias en las que reparamos, pues el pan con mermelada cae boca abajo cuando la alfombra es más cara. No nos fijamos en lo sucedido si todo ha salido bien.
Esa visión científica acaba de hacerse trizas, pues Murphy parece tener razón: hay 189 países en el mundo, sin contar Inglaterra, Estados Unidos, Suecia y Australia, y justo nos cae Assange.

Publicado el 27 de junio de 2012

miércoles, 20 de junio de 2012

Tumbas y deudas impagas


Con asombro, y también con tristeza, los ciudadanos hemos visto una fotografía en la primera plana de la prensa local: en el Cementerio de la ciudad, ahora llamado “Patrimonial”, la administración ha puesto en cada una de las tumbas, nichos, túmulos y fosas, una calcomañía que indica que se notifica con el vencimiento del pago de los valores adeudados.

Esto me recuerda la anécdota del individuo que llevaba flores a la tumba de un ser querido y vio, en la que estaba más próxima, que un chino dejaba un pequeño plato de arroz. Prevalido de su posición “cultural”, el de las flores preguntó a su vecino a qué hora saldría su pariente a comer el arroz. El chino le contestó: a la misma hora en que el suyo saldrá a oler las flores.

Si no fuera tan triste la figura de las tumbas con sus títulos de crédito, podríamos hacer suposiciones de la hora en que su ocupante leerá el aviso y podrá enterarse que su familia no ha pagado los valores que pudieran corresponder.

En la profunda raigambre de nuestro pueblo está la costumbre de recordar y venerar a los que se han ido. El entierro sigue siendo un rito sentido y conmovedor. En una sociedad mundial extravagante podemos hasta encontrar que hay empresas que proponen que el difunto vaya al cielo, no en el sentido religioso, sino en una nave espacial que pondrá sus cenizas por toda la eternidad –o algo menos- a girar alrededor de la tierra en un satélite especialmente diseñado para el efecto. Hay también tumbas virtuales en la internet, donde pueden compartirse fotos, anécdotas y recuerdos de los que no están.

En todos estos casos, con excepciones que son realmente tales, existe a nivel planetario un sentimiento de respeto y consideración por los ancestros que se han ido. Su memoria esta viva, de manera tal que los años –esa invención extraña de la humanidad- no duran lo mismo cuando se recuerda el momento infausto de la partida. Son, a la vez, enormemente largos y tan cortos que parece que fue ayer que todos estuvieron presentes.

Se habla hoy tanto de la dignidad que la palabra ha perdido significado y se ha vaciado de contenido. Un ejemplo puede ser el que ocupa este artículo. Estoy seguro que la Empresa Municipal de Cementerios podía haber encontrado una forma más digna de comunicar a los deudos –nunca mejor llamados- que deben cubrir, como sucede con todo, los valores que adeudan. Hacerlo con una pegatina sobre una tumba del ser querido de cualquiera de los ciudadanos de esta ciudad es realmente indignante.

Publicado el 20 de junio de 2012

miércoles, 13 de junio de 2012

Cambia todo en este mundo ...


La relatividad del tiempo –y de los tiempos- puede dar origen a discusiones acaloradas sobre varios temas: la indeterminación de la moral actual, las nuevas corrientes de la política, el pensamiento –o la falta de pensamiento- de los intelectuales, el deterioro del compromiso de los jóvenes  y, así, por el estilo.

¿Será que el cambio vertiginoso llevó a una verdadera alienación de la sociedad actual, que busca resolver los problemas anodinos, y se alejó de su realidad profunda?

Sin volver más densa la cuestión, bastaría que cada uno de nosotros tomara un calendario y fijara el año de su nacimiento. Ahora, haga el siguiente ejercicio: busque en internet cuál era el desarrollo de la sociedad, de las ciencias, la literatura, en tal año. Se encontrará con posibles sorpresas: antes del año 1960 no existían los Beatles, y Rafael Correa no había nacido. Fidel Castro estaba en La Habana desde el 1º de enero de 1959 y  Velasco Ibarra había gobernado al Ecuador en varias oportunidades. ¿Se acuerda alguien de él?

Pero antes de 1960 tampoco existía el chip de silicio, que ha permitido el desarrollo de los nuevos productos tecnológicos y terminó definitivamente con la radio Gründig de tubos del abuelo, con su “ojo mágico” y verde, que servía para sintonizar HCJB La Voz de los Andes y escuchar las noticias.

En los años 50 el pañal desechable era un artículo de lujo y los niños seguían utilizando bayetas o, los privilegiados, pañales de tela ¡que había que lavar! Los padres aprendieron a vencer la náusea y, aunque no colaboraban lo suficiente, a veces debían encargarse de la ingrata labor del cambio del bebé.

Recién en 1964 se inventó el procesador de textos, que cambió la forma en que escribimos, permitió que no necesitáramos una secretaria y volvió inoficiosa la cinta blanca y pegajosa que traían las máquinas de escribir eléctricas, y que literalmente “levantaba” el tipo incorrectamente escrito en el papel.

En 1983 se empezó a producir industrialmente el teléfono celular, más parecido a un ladrillo que a un producto de alta tecnología, pero que cambió definitivamente la forma de comunicarnos.

Todos los que han pasado por el problema de arreglar un carburador atorado, y que se resolvía chupando la gasolina de una manguera, sabrán que evitar ese trago es mejor.

Ante esto, el poema de Julio Numhauser se vuelve más actual: cambia lo superficial/cambia también lo profundo/cambia el modo de pensar/cambia todo en este mundo./Cambia el clima con los años/cambia el pastor su rebaño/y así como todo cambia/que yo cambie no es extraño.

Publicado el 13 de junio de 2012

miércoles, 6 de junio de 2012

Antiguo Septenario


Las noches frías de junio habían llegado. La ciudad esperaba la fiesta del Corpus Christi y los muchachos de los colegios se mostraban ansiosos por la posibilidad de salir en la noche, sin la presencia der sus padres,  ¡a ver chicas!

Los más avezados se pasaban las horas de las clases preparando los “piropos”: trocitos de papel doblados en forma de “v”, que luego llenarían los bolsillos de los malcriados. Estos piropos –nombrecito que no se compadecía con el escozor que  causarían en las piernas de las estudiantes- iban a ser disparados en la noche durante las vueltas al parque, por medio de una “pallca” hecha de alambre retorcido, en coqueteo primitivo e inexplicable.

Al final, llegadas las siete de la noche o, tal vez las ocho, los muchachos enfilaban hacia el Parque Calderón a disfrutar de emociones que se presentaban una sola vez al año. Jugar a la ruleta, donde aparecían las caras de un mono, de un negro, del diablo y la figura de una bailarina pintada al estilo de la publicidad de los cigarrillos de los años 40, no tenía igual.

El premio era un simple pan de dulce –de gran tamaño- o unas melcochas, pintadas de rosado y azul, que sabían a gloria.
Más allá un mercachifle llamaba con voz potente a las señoritas que estaban dispuestas a entrar al sorteo de otras delicias, entre ellas el inefable pan antes nombrado, si podían sacar de una bolsa mugrienta la ficha que traía la figura del premio. El panadero, convertido en director del sorteo, clamaba por la presencia de “una mano suave y lisa, que no haya cogido chorizo ni longaniza”, en un juego de palabras procaz y a la vez ininteligible para los niños que merodeaban alrededor.  El caramanchel, que  seguramente dividía el cuarto de una casa de San Roque, tenía ahora chicles pegados en su superficie, a la que apuntaban otros chicos con carabinas de mota, con la guía de la mira convenientemente torcida.

Cada media hora se encendía un castillo; todos, boquiabiertos, veían ascender al cielo, más allá de las cúpulas de la Catedral, la “palomita” que se elevaba vertiginosa entre los globos de colores.

A las diez se terminaba todo, luego de que el Globo del Santísimo, sostenido con una piola desde una de las casas de la calle Bolívar, dejaba esta tierra para elevarse al infinito.

Simples y queridas tradiciones ciudadanas, sin complicaciones, que alegraron a tantos chicos en las frías noches de un Septenario de junio. Quien las gozó no las olvida.

Publicado el 6 de junio de 2012