miércoles, 31 de agosto de 2011

Once mil fuera

Carlos, recién graduado de su colegio, resolvió entrar a la Universidad. Sabía que la educación superior le permitiría mejorar su situación económica y social, rompiendo el círculo de pobreza en el que había vivido la familia. Su situación es la de numerosos jóvenes cuencanos: proviene de un grupo familiar de los calificados “pobres, pero honrados”. Su padre es un empleado público de muchos años; su madre se dedica a los quehaceres domésticos pero además hace labores de costura para ayudar al sostenimiento de la casa.

En el cuarto de estar de su casa, en el que se encuentra la televisión con un mantelito de crochet encima, existe una pequeña biblioteca de las que se pueden conseguir a bajos precios: obras de la colección Salvat que salieron hace tiempo, una enciclopedia Océano y otros libros que un tío cura les regaló cuando fue trasladado a otra parroquia. Los libros no están de adorno pues han sido leídos por los miembros de la familia.

Carlos ha estudiado duramente la secundaria, pero no ha tenido la mejor educación. Su colegio es de los que cuentan con más falencias que ventajas. Él lo sabe y se siente inseguro cuando tiene que presentarse al examen de ingreso, actualmente obligatorio.

Hoy Carlos ve en el diario que once mil estudiantes no han podido ingresar a la Universidad porque no hay cupo. Sufre un golpe muy fuerte porque no sabe si él se encuentra dentro de ese enorme número de jóvenes que verán truncadas sus aspiraciones. Espera haber acertado en las respuestas de las pruebas pues una equivocación puede dejarle fuera.

Piensa en alguna solución perentoria que resuelva la peor de las situaciones: ¿podrá conseguir trabajo hasta intentar un nuevo ingreso el próximo año? ¿Sus notas le permitirán estudiar en una universidad privada, con una beca? 

El caso de Carlos se repite permanentemente en varios hogares de la ciudad y la provincia. La educación, única forma en que el país puede progresar, se encuentra envuelta en reformas legales y reglamentarias que no terminan de resolver la situación individual de quienes quieren estudiar.

Por su parte la educación particular –no privada, pues no pertenece a nadie sino a la totalidad de la comunidad universitaria- se encuentra frente a una serie de ajustes que la agobian y que, en el fondo, no tienen que ver con la calidad, ese bien irreemplazable que no puede ser canjeado con nada. 

Hay todavía mucho trecho por delante para que la reforma suponga algo más que la angustia de los jóvenes que no pueden ingresar.


Publicado el 31 de agosto de 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

Tardes de cine

¿Recordamos la vieja ciudad de Cuenca? Es una pregunta para quienes definíamos los limites urbanos entre San Sebastián y San Blas, la Calle Larga y la Iglesia de María Auxiliadora. Fuera estaban ya los campos.

A un costado de la Iglesia, llamada también de los Salesianos, estaba el teatro en que el Padre Crespi, de barba larga, sotana negra y manchada , presentaba todos los domingos a la hora del matinée una serie de películas que atraían a gran cantidad de muchachos. En una sola tarde este avanzado de la cinematografía presentaba películas mudas de Charles Chaplin (pronunciado Chaplín, como aún se mantiene entre los asistentes de esas tardes), otras, de aventuras, como las del Llanero Solitario y su compañero Toro, al auténtico Tarzán encarnado en Johnny Weissmuller y su inefable mona Chita, para concluir con la cómica final que traía a la pantalla a los Tres Chiflados y el Gordo y el Flaco.

A las dos de la tarde el teatro rebosaba de jovenzuelos y una que otra chola, a veces madre de familia, pero muchas, acompañantes. Desde las profundidades se oía avanzar el sonido de una campana, que anunciaba la llegada del Padre Crespi y el alboroto era mayúsculo. Es que solamente con su presencia podía iniciar la función.

Antes de que se apagaran las luces y por momentos que parecían eternos –habrá durado entre tres y cinco minutos- el cura hacía un resumen de lo que verían los asistentes. Le estaba permitido, sin embargo, prenderlas nuevamente cuando una película requería una reflexión o una observación, siendo la más famosa la que indicaba cuando John Wayne, o cualquier otro, besaba a Maureen O’Hara, o cualquier otra, que el beso reflejaba el “cariño que se tienen esos hermanitos”.

Al final de la tarde, cuando se acababa la función y se abrían las puertas del teatro, decenas de muchachos salían en estampida, creyendo cada uno de ellos que era Durango Kid que atacaba a los cheyennes. Poco a poco el Parque de María Auxiliadora iba quedando solitario mientras los asistentes volvían a su barrio de La Merced, Todos Santos, El Vecino, San Roque o al lejanísimo de Las Herrerías.

Hoy la magia se ha perdido: la película comprada en la calle y vista en cualquier televisor es un acontecimiento más, de una vida rápida y sin mayores emociones. ¡Quién pudiera oír, una vez más, el tañer de la campanilla, antes de que empiece la función!


Publicado el 24 de agosto de 2011

miércoles, 17 de agosto de 2011

Enrique VI y la reforma judicial

Desde los viejos tiempos, cuando se enseñaba que “la justicia es dar a cada quien lo que le corresponde”, muy pocos se han sentido correspondidos con la sentencia que expidió el juez en el proceso que les tocó.

Es que la administración de justicia es una actividad que se  califica de “casi divina” por lo complejo que supone juzgar algo y, más aún, a alguien. ¿Quién puede conocer todos los elementos que aparecen en un proceso y llegar a entenderlos en el sentido exacto de su valor, de tal manera que su sentencia sea justa?

Este ha sido el reto de toda sociedad a lo largo de la historia, en el entendido que la gente común quiere tener tan lejos a los abogados como a los médicos, siendo ambas profesiones indispensables en el momento en que se presentan dificultades.

En la obra “Enrique VI” de William Shakespeare, Dick pronuncia la frase: “la primera cosa que haremos será matar a todos los abogados”, como una solución a los problemas de Jack Cade, aspirante al trono inglés. Esto ha servido para una serie de bromas, hasta que nació la respuesta obvia: se ve que Shakespeare nunca necesitó un abogado. 

Nos encontramos en época de cambio en la administración de justicia. Se han presentado seis ejes que servirán de guía para lograrlo. Sin embargo, no deberán perderse de vista los principios fundamentales que han llevado a que esta compleja actividad humana pueda contar con las bases que permitan resoluciones más certeras.

La inmediación es uno de estos principios. Esta palabra significa solamente que el juez ante el que se practican las pruebas debe ser quien dicte la sentencia.

El cambio permanente del juzgador –cuando intervienen en el mismo juicio un juez titular, un reemplazante, un encargado, un temporal- llevará, sin ninguna duda, a falta de entendimiento de los elementos de un proceso y, por ende, a error. El resultado será que una vez más el ciudadano, llamado horrendamente “justiciable”, habrá sentido que algo falló en su caso, pequeño o grande, pero importante.

Habrá que esperar que las reformas judiciales consoliden conceptos tales como el de la inmediación para que los procesos terminen como debe ser: con un resultado apegado a  la verdad y a la justicia.


Artículo publicado  el 17 de agosto de 2011

miércoles, 10 de agosto de 2011

La información, ausencia y presencia

Un amigo vinculado con el mundo de la radio –tanto en el ámbito de la diversión como de la información- ha manifestado que suspendió, durante sus vacaciones, todo uso de Internet, chat, teléfono celular, Facebook, Twitter, radiofonía y que tampoco vio televisión ni leyó la prensa.

Su conclusión es que pudo “vivir” sin toda la información que recibe en el día a día cotidiano, y que no le fue mal.
En los extremos de la información hay dos puntas: la de aquellas personas que no la reciben porque no están interesadas, o no tienen los medios necesarios; y la del extremo contrario: aquellos que compran todos los diarios, o los leen día a día en la peluquería o en el lustrabotas, que no se pierden en la radio los programas noticiosos desde las seis de la mañana, que siguen luego con la televisión de medio día y terminan viendo los noticiarios de casi la media noche. En el ínterin han escuchado también los programas deportivos de todo calibre. En suma, están bien enterados.

La ausencia de información puede suponer un escape a la dureza de la vida: no solamente asusta y deprime que ya hayan muerto treinta y cinco personas por consumir alcohol adulterado en nuestro país, sino que la impotencia que sentimos , es inaguantable al ver los ojos enormes y tristes de los niños del Cuerno de África, que mueren de hambre dos veces: una, en su reseco país y, otra, en las pantallas de la televisión. Más fácil es apretar el botón y cortar la señal.

Por ello, ¿es éticamente aceptable que, en las vacaciones, nos retiremos al desierto y olvidemos el mundo?
Por otra parte, viene a la mente la imagen impactante de una de las escenas de la ópera-rock  “Jesucristo Superestrella”, cuando éste se siente abrumado por todos los males del mundo, que le caen literalmente encima hasta aplastarlo, pese a que sabe que es Dios, pero imposibilitado de cambiar todo sin acabar con su propia creación.

La desgracia, la sangre, la violencia, el terror, el hambre, la muerte, son constantes en las noticias diarias. ¿Somos, entonces, simples coleccionistas de datos, sin posibilidad alguna que cambiar el mundo? ¿Simples “voyeurs”, y como tales buscadores de un extraño placer en la desgracia ajena?

¿Cuál es nuestro papel?

Publicado el 10 de agosto de 2011

miércoles, 3 de agosto de 2011

Vacaciones en la quinta

Había que hacer primero una larga lista para no olvidar nada: desde el “papel oriental” que serviría para mejorar el olor de los cuartos de la casa, hasta la lámpara de gasolina para iluminar las oscuras noches.

Escoger los libros era una oportunidad para llevarse varios que esperaron la lectura por muchos meses: Sandokán, Los varones; novelas de Hugo Wast o, tal vez Corín Tellado, las señoritas.

No había que olvidar un buen licor ni el terno de baño, pues después de nadar en el hondo, el tío favorito necesitaba calentarse un poco. Como un aventurero capaz de cruzar un embravecido río: así lo veían los sobrinos.

Algunos contrataban un vehículo de plaza –no se les llamaba aún taxis- para poder llevar un par de colchones que siempre harían falta, y la canasta de la compra. Al fin de cuentas, el lugar encantado de las vacaciones estaba solamente a pocos kilómetros de Cuenca: en Narancay, Monay, El Salado, Machángara. Algunos, algo más lejos: Ucubamba, Challuabamba, El Descanso. Las quintas grandes, en Gualaceo y Paute.

Eran tres meses –si, tres- maravillosos en los que el sol no paraba de brillar y las noches eran lo suficientemente oscuras para que las “muchachas” contaran cuentos de aparecidos mientras los mayores jugaban cartas.

No hay chico que no haya temblado en esas noches con las historias de María Angula o de los gagones, o de la olla de oro que se escondía en algún cerro cercano donde aparecía un arcoíris colorido en un día en que se mezclaban el sol con una tenue garúa.
Eran largas semanas en la que se hacían cosas que ordinariamente estaban vedadas: desgranar maíz, hacer melcochas después de golpear toctes, o fabricar un molino en la acequia, con las hojas de un penco que giraba salpicado de agua pura.

Se acababan todos los pantalones viejos, sea porque no aguantaban más o porque los chicos crecían. No faltaban los golpes, las caídas, las quemaduras, la insolación, el corte con una hoja de sigsal, la curación con una hoja de geranio, el olor pungente de la ruda, el sabor dulce de la caña, los espinos de las tunas, que había que sacar restregándose los dedos en la cabeza.

No había televisión y la radio servía solamente para dos cosas: para oír a veces un partido de fútbol, como cuando a Ansaldo le rompieron las costillas y no pudimos ir a un Mundial, o escuchar el Congreso Nacional, cuando era interesante oír el discurso de un político.
Se fueron tantos años pero aún están aquí, en el recuerdo imborrable de la infancia.

Publicado el 3 de agosto de 2011