miércoles, 25 de marzo de 2015

Insondable

Cada ciudad tiene leyendas que rondan en la mente popular y que se impregnan hasta crear un entorno fantástico que no puede distinguir lo real de lo maravilloso.
Cuenca, por supuesto, tiene las suyas y cada familia las recuerda y las evidencia en alguna reunión en que los celulares están en los bolsillos, el campo ha vencido a la televisión, y la noche pone las sombras necesarias para que lo que se cuente sea creíble.
¿Es verdad que existe un túnel entre la Cadera Vieja y la Catedral Nueva, que cruza a varios metros por debajo del Parque Calderón? La gente lo sostiene y ratifica su presencia como una vía que tuvo múltiples usos en un momento remoto, pues sirvió tanto para la huida de perseguidos por los realistas, los conservadores, los liberales y hasta para una visita galante. 
No importa que las dos construcciones tengan siglos de diferencia, lo cierto es que ese túnel existe.
Y es tan real como el que barrena las entrañas de Pumapungo, que se supone más antiguo, de tiempo de los Incas, que servía para guardar profundamente el oro que los buscaban los conquistadores y que nunca pudieron encontrar, o tal vez para permitir que las tropas quiteñas pudieran sorprender a las cuzqueñas por la retaguardia, impidiendo que el Hermano Traidor afectara a Atahualpa.
La calle Santa Ana se mantiene cerrada: la ilusión de reabrirla se ha desvanecido ante la posibilidad real que, una vez en uso, sea más bien un escondrijo de malandrines o lugar de olores indeseables en medio de la ciudad. ¿Será que dividía a Cuenca en dos sectores y que seguía en Camino del Inca, en conjunción con las estrellas?
¿Cómo se llamaba el Cura sin Cabeza y qué hacía por las noches? ¿Quién fue Carlitos de la Bicicleta cuando era joven? ¿En dónde se guardan las fotos de la Lora del Parque? ¿El Atacocos hacía sus versos o los copiaba de otros?
Para cada pregunta la familia tiene una respuesta; muchas de ellas estuvieron guardadas en el cuarto de la muchacha de la casa, aquella que crió a todos los hijos de la familia y que, en alguna noche asustó a los más pequeños con las historias de Mariangula.
No sabemos si tales historias son un fiasco pero están todavía presentes. Al final: “¿crees en brujas, Garay?/no señor, porque es pecado/pero de haberlas, las hay”.

Publicado el 25 de marzo de 2015

miércoles, 18 de marzo de 2015

Identidad

Hay un momento en la vida de los pueblos y de las ciudades pequeñas que dejan de ser tales; se convierten, entonces, en ciudades grandes, impersonales, desconocidas, donde la gente puede perderse en un barrio que nunca ha visitado, o encontrarse en un lugar que parecería estar en otro sitio. 

Pero no siempre fue así: hubo un tiempo en que las direcciones se daban de manera más simple y, sin embargo, el que preguntaba llegaba sin contratiempos.  Entonces alguien vivía al lado del almacén de la señora Celina Arce, en donde había un perro viejo y lanudo permanentemente recostado en la puerta de entrada; o se fijaban direcciones indicando que la casa estaba al lado de la tienda de la señorita Hortensia Ortiz. 

La ciudad se extendía de San Sebastián a San Blas y de la Calle Larga hasta la iglesia de María Auxiliadora. El resto era todavía campo por descubrir, sea para ver la ciudad desde Cullca, mientras el sol y el viento nos daban en la cara, o ir a la laguna de Viskocil, a remar, después de un largo trecho por un camino angosto y polvoriento. 

Era, entonces, Cuenca, un paraíso de la libertad. Se podía caminar en la noche sin riesgo alguno, cuando había terminado la kermesse del colegio y la ruta nos trasladaba desde Pumapungo a la Gran Colombia. Atravesar el Parque Calderón poco iluminado, cuando se terminaba la función de la noche en el cine, permitía abrigar en el fondo del corazón esa sensación de pertenencia por partida doble: esta ciudad es mía, pero también yo soy de esta ciudad.

No se necesitaban profesores contratados para aprender a manejar. Algún amigo lo tomaba a cargo poniendo a disposición el viejo vehículo de la familia, hasta que el “camarón” estaba listo para derrapar en la curva del estadio, todavía cubierta de lastre. 

Las familias y los individuos se identificaban fácilmente con el apodo: se sabía quienes eran los chivos, los monos, los huagras, los pájaros. No se necesitaba un nombre para identificar al “flaco” Malo o al “venado” Ramírez. 

La ciudad era lo mejor del mundo: teníamos los mejores cuyes, el mejor clima, el agua más pura, las mujeres más lindas, la Catedral más imponente. No emocionaba el Himno y sabíamos cantar el “Dulce Jesús Mío” y “De rodillas, Señor, de rodillas...”, pero también la “Chola cuencana” y “Gotas de ajenjo”.

Había, en suma, una identidad: algo que unía indeleblemente, más allá de las diferencias. 

Publicado el  18 de marzo de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10423-identidad/

miércoles, 11 de marzo de 2015

Dos minutos

Ahora que se acaba de presentar el nuevo Watch de Apple y que se ha vuelto el nuevo “objeto del deseo”, queda patente otra vez esa intensa relación que tenemos los humanos con el paso del tiempo.

El asunto está en que el tiempo es el primer manipulador. Por ello, a buena hora recordamos más lo bueno que lo malo y creemos firmemente que lo pasado fue mejor. Sin embargo, somos permanentemente engañados y no podemos recordar si un viaje fue hace cinco u ocho años, o si un amigo murió hace diez o doce. El tiempo, el implacable, el que pasó, en palabras de Pablo Milanés, está siempre jugando con nosotros.

¿Quiere usted verse realmente confundido? Bastan los siguientes ejemplos:

Supongamos que la edad que usted tiene es de alrededor de 50 años. Siendo así, Cleopatra, la reina del Nilo, aquella que volvió locos a Julio César y Marco Antonio, está 500 años más cerca de usted que de la construcción de la Gran Pirámide de Guisa. Para complicar la cosa, algunos mamuts que habían sobrevivido al inicio de las civilizaciones, todavía vivían cuando esa Gran Pirámide  estaba en construcción.

Los amantes del cine conocen muy bien a Steven Spielberg, el director y productor que, entre otros filmes, nos trajo  “Parque Jurásico”. El amor a los animales y la ignorancia –por supuesto- llevaron a que muchos despotricaran contra Spielberg en las redes sociales, tratándolo de asesino y criminal por haber matado a un triceratops, ante el cual posaba en una fotografía. El animalón era una réplica usada en su película pues los últimos triceratops murieron hace 65 millones de años. Pero los primeros dinosaurios están a 150 millones de años de nosotros, esto es tres veces más lejos que la bestia muerta por Spielberg.

Hemos pasado del primer vuelo en avión a un viaje a la luna en menos de 66 años, pero Francia usó la guillotina por última vez en 1977, a dos siglos de la Revolución Francesa.  La población del mundo se ha duplicado en los últimos 45 años, y todavía existen ballenas que vivían cuando se escribió Moby Dick (si los japoneses no las han matado).

Todo esto puede entenderse cuando comprimimos la historia de la Tierra en un solo año:  la humanidad habría aparecido a las 11 y 58 de la noche del 31 de diciembre. En la gran historia del Universo hemos estado presentes solamente dos minutos, en los que han pasado tantas cosas. 

Así de pequeños somos.

Publicado el 11 de marzo de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10393-dos-minutos/

miércoles, 4 de marzo de 2015

Cat Stevens

Aparece surgiendo de la bruma de los años: allí está, canoso, barbado, con unos anteojos oscuros que no permiten verle los ojos. Viste sencillamente y se acompaña de una guitarra. Tiene ya 66 años y, al salir al escenario de Viña del Mar, una ligera sonrisa se dibuja en su cara.
Es Cat Stevens, el famoso cantante y autor de los años 60 y 70, londinense de nacimiento, hijo de madre sueca y padre griego-chipriota, que tomó un camino impensado en el más alto nivel de su fama: se convirtió al Islam y abandonó la música. Hoy se llama Yusuf Islam.
Cat Stevens marcó a una generación por la calidad (y calidez, como se diría ahora) de su música. Sin renegar del rock que le impulsó inicialmente, compuso canciones que reflejaron la situación de un mundo complejo y cambiante, en que se enfrentaban diferentes posiciones y que nunca más volvería a ser el mismo. 
En “Father and Son” la letra reflejó la tensión generacional entre el padre que pide a su hijo que lo tome con calma, busque una chica y se case, “pues mírame, aunque soy viejo, soy feliz”, y el joven, que recibe la orden de escuchar cuando necesita expresarse.
Cat Stevens reflejaba ya un inmenso mundo interior en obras que se han vuelto himnos de positivismo, como “Morning has broken”, en que pone en evidencia que cada día es un nuevo inicio. Una traducción libre diría: “Ya ha amanecido/como en la primera mañana/un mirlo ha cantado/como la primera vez/... dulces caen la lluvia/ y el rayo de sol/Agradece por la suavidad del jardín húmedo/que vienen nuevos desde el Creador”.
La televisión mostró en Viña a mucha gente que tenía lágrimas en los ojos: ¿Recuerdos de la juventud ya perdida? ¿Impacto de letras como la de “Triste Lisa”? ¿Reconocimiento de que Cat Stevens tuvo razón cuando cantó, en 1970, que este es un Mundo Salvaje al que es difícil enfrentar sólo con una sonrisa? No lo sé...
En un escenario donde el día anterior un cantante de bachata apareció en la cama con unas chicas para llamar la atención y “consagrarse”, fue reconfortante ver a Cat Stevens, que no necesita ninguna consagración. Cuando el presentador le dijo, al terminar, que el público esperaba más canciones, Cat sencillamente preguntó: “¿Podría cantar dos más?”
Este hombre vivió con nosotros una juventud llena de cambios y esperanzas. Su música nos acompañó cuando entregamos las cenizas de un amigo a los arroyos del Cajas. Fue bueno verle de nuevo y recuperar un mundo que parecía ya perdido.

Publicado el 4 de marzo de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10363-cat-stevens/