miércoles, 20 de agosto de 2014

La campana

La ciudad está llena de ruido: vehículos, fábricas, vuelo de aviones. Estamos tan acostumbrados al ruido que lo hemos asimilado y enmascarado, hasta no sentirlo.

En la vida cotidiana han desaparecido los sonidos de la naturaleza: no escuchamos ni el correr del agua, ni los pájaros, menos aún el viento entre las ramas de los árboles.

No todo sonido natural es calmante ni agradable: el trueno puede sobresaltar; el ruido interior de la tierra, cuando el temblor empieza a aflorar, espanta.

Hay, sin embargo, un sonido perdido en la memoria de los años; un sonido antiguo y añorado: el de las campanas.

Cada campana de Cuenca tenía su propio tono y voz: la de Santo Domingo recibía al trasnochador, que vuelve a casa cuando empezaba la procesión del Rosario de la Aurora; la del Cenáculo, que anuncia la fiesta del barrio; aquella lejana y clara, de la Catedral Vieja, que da la hora. La de San Alfonso, la de las Conceptas...

No hay remedo más triste que escuchar una campana en una torre de iglesia de pueblo, por medio de un altoparlante.

Había campanas alegres, como la del carrito de helados, que sonaban tintineantes. Otras, tristes, como la que tañían a la salida del cortejo fúnebre.

Y había también una, especial, la de la escuela, que solamente podía ser tocada por un alumno: ¿el mejor?, ¿el mimado?

Cualquiera que haya sido, más que izar la bandera el lunes por la mañana, el campanero de la escuela tenía un encargo único.

Siempre del último grado, siempre puntual, aunque debiera esperar en la Secretaría, subía al tercer piso del antiguo edificio y en un rito tradicional, sin ensayo alguno, daba tres golpes iniciales antes de echar a volar, con toda la fuerza de la muñeca, la llamada que congregaba las filas. Empezaba la clase: castellano, redacción, lugar natal, historia y geografía, nombres que también se han olvidado en aras del progreso de la pedagogía. De allí, cada uno a la espera de que sonara de nuevo, anunciando el recreo.

Quien estuvo en un patio vacío de escuela, en hora de clases, no olvidará el tañido de la campana y la apertura explosiva de las puertas, de donde salen decenas y decenas de estudiantes a la carrera, empujándose y codeándose, desesperados por una bocanada de libertad, hasta llenar el patio de otros ruidos: humanos, infantiles, vitales.


Publicado el 20 de agosto de 2014

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