miércoles, 6 de agosto de 2014

El regalo

Vienen en varios tamaños y colores. A veces son tostaditos y, otras, blancos. Como un paquete, que se espera ansiosamente buscando en la página de envíos del internet, en ciertos casos llegan puntuales y en otros se retrasan o adelantan.

Muchos han sido encargados y otros llegan más bien de sorpresa. Suelen estar aquí a las horas más extrañas, lo que nos hace preguntar si Quien los envía trabaja siempre, sin descanso:  unos, muy temprano; otros, a altas horas de la noche.

No están sujetos a trámites aduaneros –gracias a Dios- ni a pago de salida de capitales. Casi todos, sin excepción alguna, están debajo de los cuatro kilos por lo que no hay que declararlos previamente, aunque sí deben inscribirse después.

Revuelven todo a su llegada: trastruecan la vida familiar, y es necesario trasladar muebles, cambiar de lugar las lámparas, a veces inclusive instalar nuevas conexiones eléctricas.

Aunque antes se entregaban directamente en la casa, hoy deben retirarse de lugares especiales, llevando el carro hasta la puerta para que la salida no implique que los vientos de agosto puedan afectarles, menos aún la lluvia. No es necesario que el transporte sea muy grande, basta un asiento cómodo pero siempre en la parte de atrás, pues es peligroso llevarles en el asiento delantero.

Generalmente necesitan ayuda de varias personas  para que, llegado a la casa, pueda instalarse debidamente. A veces pasa previamente por una habitación que no será su destino final, en una especie de inclusión a un mundo distinto del que vienen.

Con ellos llegan diversas sensaciones: desaparición inmediata de la angustia que supone la espera, seguida inmediatamente por la alegría incontenible de verlo aquí, pequeñito y cercano, después de haber soñado tanto cómo será. Surge de inmediato el deseo de dar a conocer a todos que por fin ha llegado,  que está lindo, mejor que en las fotos que empiezan a enviarse a los amigos y parientes, buscando cada ángulo, cada sesgo, cada perfil.

Y en lo más profundo del corazón, esa sensación de que se ha cumplido nuevamente el milagro de la vida, que los esfuerzos, la espera, los viajes, el sufrimiento –que pudo haber habido- han sido premiados más allá de lo que nos merecemos. Y la respuesta inmediata que lleva a decidir que otros, sus padres, tendrán que educarles, porque nosotros, los abuelos, estamos aquí para mimarles y hacerles felices. 

Ha llegado el regalo extraordinario: un nieto. 

Publicado el 6 de agosto de 2014

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