miércoles, 30 de julio de 2014

¡Se peló!

El alumno está parado tras la cortina del Teatro “México”, donde será el Normal “Manuel J. Calle” después de algunos años. El acto, que fuera presentado por el Director de la escuela, está a punto de empezar.

El año lectivo ha llegado a su fin. Unos días antes el coro del plantel ha ensayado también la alegre estrofa que dice: “Vacaciones, ¡canta, canta!/Vacaciones, ¡ríe, ríe!/ Vacaciones, canta y ríe el corazón”.

Pasarán muchas cosas en los meses de julio, agosto y septiembre, hasta volver a clases en el lejano mes de octubre, tal vez a principios o, con un poco de suerte, después de los feriados del 9, por Guayaquil, y 12, por el Día de la Raza. Se vislumbra el viaje a Playas, por el largo camino de la Durán -Tambo, con el paso del río Guayas en la gabarra, que por sí mismo es una aventura; o, tal vez, echarse en las eras, en Charcay, esperando que el tamo no se cuele por el cuello porque pica demasiado.

Los pantalones viejos están listos para terminar sus días: parchados y “saltacharcos”, acabarán su existencia en alguna resbaladera de tierra roja, en Tarqui.  Septiembre será también el mes de las compras de la ropa nueva y la visita a la peluquería, para que el alumno esté nuevamente presentable, aunque haya llegado cushni, de tanto darse al sol.

Pero eso será después: en este momento el reto viene cuando se abra la cortina, y en alta y clara voz deberá recitar la poesía que tanto ha ensayado y que se sabe al agüita.

Lentamente corren las pesadas telas que, en su mejor tiempo, fueron rojo oscuro y hoy están llenas de manchas. El teatro rebosa de padres y abuelos; han venido también los hermanos chicos, pues los grandes no quisieron saber nada de la presentación. El alumno abre la boca, pero no recuerda nada. Desde atrás el profesor musita los versos pero, tan despacio, que es imposible oírlos.

La cortina vuelve a cerrarse de golpe. El profesor, que se ha acercado prontamente, pregunta al alumno si se acuerda y éste responde que sí,  condenándose por declaración propia a que la cortina se abra nuevamente. La situación se repite y al final, abochornándole aún más, el público aplaude.

El frustrado declamador oye, desde el público, la terrible frase: “¡Se peló!”

Termina el acto y todos salen. Qué bueno que las vacaciones ya comenzaron. 

Publicado el 30 de julio de 2014

miércoles, 23 de julio de 2014

Boleto a la Luna

El viejo Teatro Cuenca está repleto. La película que se pasa se llama “Dos hombres y un destino”; narra la historia de dos cowboys, Butch Cassidy y el Sundance Kid, protagonizados por Paul Newman y Robert Redford. Son asaltantes de bancos y de trenes en el Oeste.

Es el 21 de julio de 1969 y mientras la película rueda, “afuera” –y nunca mejor dicho- está sucediendo algo extraordinario que no se ve en las pantallas de televisión en blanco y negro, pues se transmite en vivo y directo en muy pocas partes del mundo.

Un astronauta acaba de poner un pie en la Luna. En el Teatro Cuenca un pequeño grupo de amigos ha llevado una radio al cine, para poder oír qué sucede: llenas de ruidos se escuchan las palabras “...un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad”. 

Los asistentes de los asientos laterales piden que se apague la radio, pues estorba. ¡A quién se le ocurre llevarla al cine!

Pronto la película termina con la canción “Gotas de lluvia sobre mi”, que será un gran éxito.

Sucedió hace 45 años. Los vuelos tripulados han terminado y nadie más ha vuelto a viajar a nuestro satélite para ver desde allí, asombrado,  ese pequeño punto azul, la Tierra, que se eleva en el horizonte, tan lejos.

Electric Light Orchestra, o simplemente ELO, el conjunto musical del extraordinario Jeff Lynne, lanzó en 1981 una canción poco conocida. Se encontraba en el álbum “Time” y se llamó “Boleto a la Luna”.

Estaba escrita en un tono triste y la letra reflejaba la angustia de quien viaja con un billete sin retorno, añorando los viejos tiempos en que podía ver “el atardecer en tus ojos” y nada era tan complicado. El viajero mezcla los sentimientos de lo sorprendente que viene y la pena de lo que nunca más será.

En los ochentas también creíamos que viajar a la Luna estaría al alcance de todos. Han pasado 45 años y, por supuesto, nunca iremos a navegar en el polvo del Mar de la Tranquilidad o a correr por el cráter de Tycho. En una noche clara podemos verla brillar, inalcanzable. Con un telescopio potentísimo, inexistente, y la dirección correcta, hasta podríamos ver la huella de todos nosotros, imborrable para siempre. 

Ticket to the Moon aquí: https://www.youtube.com/watch?v=IPFwNCIsXBc

Publicado el 23 de julio de 2014

miércoles, 16 de julio de 2014

¿Y, ahora, qué hacemos?

Se acabó el Mundial. Se terminaron esas escapadas de la oficina, como quien va a sacar una fotocopia, para ver –o esperar ver- una jugada magistral, el gol olímpico o el foul que deja fuera a una estrella.

Se acabaron las eternas discusiones, llenas de lugares comunes: los argentinos son pedantes, los alemanes, prepotentes; los españoles, insoportables; los colombianos, muy parecidos a nosotros.


Se terminó el amor –extraño y venido de quien sabe donde- que lleva a vestir una camiseta del color naranja, la franja negra-roja-amarilla o la azzurra casi desteñida por las lavadas.

Se terminaron las “discusiones filosóficas” que llevaron a sostener que hay países sudamericanos que más parecen europeos, que Costa Rica nos da igual que Australia, que hay que apoyar a los “revolucionarios” aunque en momentos se grite por los belgas, pese a que tengan rey.

No se dará de nuevo la discusión sobre si Keylor Navas es mejor que Robben, o si es lícito escuchar que “Maradona es más grande que Pelé”.

Ya no chocará la cara de pocos amigos de Dilma Rousseff y olvidaremos que entregó la Copa bastante detrás del escenario para que las pifias no pudieran alcanzarle. No sabremos si Putin apoyó a Alemania, olvidando Stalingrado, o a Argentina, la cuna del Che.

Tampoco discutiremos si es positivo recibir a una selección manifestando, como Cristina, que “nadie daba 20 mangos por ustedes”.

Se perderá en el fondo del Youtube el video de Sylvester Stallone aconsejando a la Pulga a que sea fuerte, aún en la adversidad, y la cumbia que bailan los alemanes vestidos con pantalones cortos de cuero, gracias a las destrezas tecnológicas de algún colombiano que se vengó de esa manera del Brasil.

Casi no nos acordaremos del mordisco de Suárez cuando cambie la celeste por la blaugrana del Barcelona español.

Los religiosos no verán más a David Luiz elevando los ojos –y los índices- al cielo, aún después de haber fallado escandalosamente, ni recordarán que este “churudo” en un momento cobijó a James que lloraba desconsolado.

Volveremos a la vida cotidiana, al Código Monetario, a la reforma constitucional, y veremos, asombrados y amargados, que Gaza está llena de sangre. 

Publicado el 16 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

La calle más importante

Hace unos días un grupo de amigos decidió hacer una encuesta privada. Todos eran cuencanos y la pregunta fue: “¿En qué calle naciste?”

Los participantes ya no eran jóvenes. Las respuestas fueron más o menos las mismas: “Nací a una cuadra y media del Parque Calderón”  o “nací en la casa de mis abuelos, en la Gran Colombia, entre Tarqui y Juan Montalvo”.

Otros se alejaron unas pocas cuadras: “Me tuvieron en el parque de San Blas” o “en la calle Sangurima”, y alguien dijo “Nací lejísimos, en el barrio de San Roque”.

Lo cierto es que todos habían nacido entre San Sebastián y San Blas y entre la Calle Larga y la iglesia de María Auxiliadora, con alguna excepción como la del que vio la luz al otro lado del Tomebamba.

La gente nacía en la casa de sus padres y abuelos, o en casa alquilada, pero no en clínica ni hospital. El médico que recibía a los niños transitaba por las calles, acompañado de un cargador que llevaba sobre sus hombros la camilla ginecológica hasta el lugar donde se encontraba la futura madre.

Esta conversación llevó a anécdota: el profesor inquiere al niño cuál es la calle más importante de Cuenca. La respuesta es obvia: la Gran Colombia. El resultado es el esperado: el alumno saca cero en su examen pues, a criterio del profesor, no es esa calle, sino la Bolívar. 

¿Puede entender un chico de ocho años que la calle más importante no es aquella en la que nació, en la que viven sus abuelos, en la que están los amigos del barrio?

¿La casa en que recibió sus primeros juguetes de Navidad después de escuchar los villancicos del melodio de Rafael Carpio Abad? ¿Aquélla en que se enfermó de las amígdalas y en la que estuvo en cama después de la operación? ¿En la casa que tenía patio, traspatio y huerta?

Las razones del profesor no son válidas: en la Bolívar está la vieja Gobernación o el almacén donde venden los primeros electrodomésticos y, tal vez, la Dirección de Estudios. Sitios sin significado alguno para un niño que, en esa primera casa, hizo volar pompas de jabón desde la azotea, y vio que éstas seguían al sol de la tarde de julio, en dirección –por lo menos parecía- de las torres del Cenáculo.

Las clases de Lugar Natal jamás pudieron cambiar  el nombre de la calle más importante de Cuenca. 

Publicado el 9 de julio de 2014

miércoles, 2 de julio de 2014

La gabela

Aveces la hemos dado y, en otras, la hemos recibido. Supone, sin lugar a dudas, reconocer una condición mejor que el rival, o no ser tan bueno como el otro.

Hay gabela cuando el padre corre con el hijo pequeño, dándole varios metros de ventaja para que éste pueda hacer su mejor esfuerzo. La hay cuando en el tenis de mesa uno de los jugadores cuenta los puntos de dos en dos y no de uno en uno.

En deportes como el golf se llama hándicap a la gabela. Esta palabra, de origen inglés, ya consta en el Diccionario de la Real Academia: “...competición en la que se imponen desventajas a los mejores participantes para igualar las posibilidades de todos.”

La gabela es, por tanto, una ventaja para unos y una desventaja para otros, que empareja diferencias.

La situación empieza a complicarse, sin embargo, cuando queremos estar en el grupo de los mejores y nuestra intención es llegar a lo más alto... pero con una “ayudadita”. En ese caso ya la gabela no es aceptable y, menos, puede pedirse. Significaría simplemente que no estamos preparados para enfrentar un reto mayor o que esperamos “triunfar” basados en las ventajas que nos den los demás.

Esto viene al caso en el mundo futbolizado que nos rodea para reflexionar si, como pueblo, estamos siempre a la espera de una gabela.

Oído en la radio: “ojalá pasemos a la siguiente ronda” pero las circunstancias que espera el entrevistado son que el equipo rival juegue con suplentes, o que le hayan expulsado al goleador, o que el árbitro “ayude aunque sea un poquito”.

Consideramos que tenemos mala suerte como país si  “nos tocaron buenos equipos” pues con los otros, “que no son tan buenos”, hubiéramos pasado.

La gabela llega a ser una carga pesada que impide el desarrollo. Nos ponemos a esperar que llegue algo muy bueno, pero no basado en nuestro esfuerzo sino en las fallas del otro. Nos paraliza el estancamiento de la mediocridad y no nos impulsa la búsqueda de la excelencia.

Reconozcamos que sí podemos, y lo podemos por nosotros mismos. En el Mundial de Fútbol sería ridículo que los mejores del torneo esperen que el triunfo provenga de una gabela y no de su propia valía y esfuerzo. El país irá adelante, en el fútbol y en muchas otras cosas, si no está siempre a la espera de una “gabelita”. 

Publicado el 2 de julio de 2014