miércoles, 25 de junio de 2014

Equipo principal y suplente

Con la camiseta tricolor no hay duda alguna: todos los ecuatorianos estamos con ella.  Pero, más allá, hay otro equipo que es una especie de “suplente” o reemplazo emocional, al que esperamos ver triunfador si los nuestros no continúan.

Juega Irán: los aficionados al fútbol, y los que no lo son tanto, siguen el partido con atención. Más allá de las jugadas, el desarrollo del partido y el esfuerzo, hay otros elementos que empiezan a tomar forma.

En un momento inesperado empezamos a ver a los iraníes – y no a los argentinos- parecidos a nuestra gente: el color moreno, la forma del rostro y el cabello. El dorso de las camisetas nos vuelve a la realidad: los nombres son irreconocibles.

La mayoría tiene su corazón al lado de los equipos sudamericanos. Se manifiesta la fuerza  que nace de la relación con la tierra y queda revelado el límite que suponen las barreras naturales. Estamos geográficamente  más cerca de Costa Rica pero nos sentimos más identificados con los uruguayos.

Resulta casi de mal gusto apoyar a los equipos europeos, pero hay quienes rompen toda regla de “corrección política” apoyando a España o Alemania. ¿Que hay buen fútbol en Europa? Sí, pero por los sudamericanos, contestará alguien rápidamente.

Quedan rezagos de los tiempos de la “naranja mecánica” y de vez en cuando alguien usa una camiseta con el color de la Casa de Orange. ¿Apoyo a los asiáticos? Ninguno que pueda parecer significativo. Los australianos, por su parte, son solamente los canguros del torneo, a menos que se haya visitado Sídney.

Los equipos africanos muestran una mezcla de gran poderío físico, velocidad y entrega. Llevan consigo esa sensación de llegar de una tierra agotada por la pobreza y la violencia. Al final, la gente apoya al que parece más débil, pero nadie es capaz de ponerse una camiseta de Camerún.

Hay, sin embargo, dos grandes monstruos: Brasil y Argentina. Las discusiones entre sus seguidores son interminables y muchas veces irreductibles. La “verde amarela”  no deja resquicio para reconocer mérito alguno a la celeste y blanco. Y viceversa.

¿Qué se mueve en el interior de cada cual para apoyar a uno u otro equipo? ¿Ha pensado usted por qué le gusta México y no los Estados Unidos? Los resortes emocionales dan para un estudio psicoanalítico, tal vez más que las manchas de Rorschach. 

Publicado el 25 de junio de 2014

miércoles, 18 de junio de 2014

Elogio del jugador amateur

En cada periódico o revista que se abren aparecen noticias más o menos como ésta: “el equipo X cuesta 200 millones de dólares, el equipo Z solamente 150”. El Mundial de fútbol no ha hecho más que recordarnos que la fama puede medirse en cifras.

El fútbol es el deporte más popular del mundo, es verdad. Todos seguimos día tras día el devenir de los partidos, aún de aquellos que intrínsecamente no tienen mayor interés y que, sin embargo, se ven en la televisión con una especie de malgastada devoción. 

Muy lejos están el juego en una cancha de barrio o la del viejo colegio, encharcada y llena de lodo, donde se jugaban partidos épicos que podían terminar inclusive en golpes, que se curaban de inmediato con el abrazo forzado, y obligado por los demás compañeros de ambos equipos.

El fútbol era, en el fondo, un asunto que servía para muchas cosas: compartir con los amigos, hacer ejercicio, sacar el exceso de hormonas del cuerpo juvenil, y sobre todo divertirse. Siempre hubo un amigo que recorría casa por casa en alguna vieja camioneta de paila, desde las ocho de la mañana del domingo, tratando de armar el equipo mientras algunos de los jugadores manifestaban su intención de no moverse de la cama después de una noche de farra. 

En todo caso, si el juego se armaba en una cancha del cuartel inclusive podía completarse el equipo con unos conscriptos de buena voluntad.

De vez en cuando encontrábamos a algún viejo, pero todavía fornido jugador, que enseñaba que presionar al contrario con el hombro no era de ninguna manera un “foul” sino una forma varonil de disputar el balón. No faltaban jamás las malas palabras para enfrentar a un árbitro que, en medio de un interjorgas, ante el reclamo de apoyo del juez de línea respondía: “Compórtese, ¡viera lo que me están diciendo a mi!”, y el juego continuaba, aunque con alguna que otra tarjeta roja.

 Al final del día, el cuerpo adolorido era la mejor demostración de que se había dejado todo en la cancha y que posiblemente en una próxima oportunidad, y con algo de suerte,  estaría la novia joven de espectadora en algún partido.
Cada partido, cada pérdida o triunfo sirvieron para formar la personalidad que aparecería después: ser humilde en la ganancia y altivo en la pérdida.

¿Cuánto costaría un equipo así en entrega, valentía y amor a la camiseta? Seguro que bastante. 

Publicado el 18 de junio de 2014

miércoles, 11 de junio de 2014

Sombreros cuencanos en Roland Garros

Allí está la cancha: el color de la arcilla es rojo intenso. Por su parte los jugadores visten discretamente, ambos con camiseta de manga corta, lo que hoy se llama un polo. El cielo de Paris muestra un profundo azul que se mantendrá durante las tres horas del partido.

Uno de los jugadores proviene de la isla de Mallorca, en España y, como tal, tiene un rostro que parece familiar. El otro ha llegado desde las extrañas tierras de Serbia y es, a todas luces, un balcánico. En las gradas la gente levanta banderas discretamente y mantiene un sepulcral silencio cuando el jugador se acerca a la línea de servicio para iniciar el punto.

La batalla deportiva es brutal: juegan la técnica, la fuerza, la colocación, la concentración, la fortaleza física y mental.  Asisten 15.000 personas pero en la cancha  los tenistas están totalmente solos, dependiendo de si mismos y nadie más.

La televisión muestra escenas que se fijan en cada marca, en cada bote, en cada señal que deja la pelota. La cámara está también, como por arte de magia, suspendida en el cielo, y define las figuras desde arriba. Aparecen las blancas líneas marcadas, los jueces y el público.

Este partido de tenis, la final de Roland Garros, nos da, sin embargo, una nueva emoción que no es el drive poderoso, el servicio que se convierte en as, o el toque admirable que aquieta una pelota que viene a 200 kilómetros por hora.  Es que las gradas están llenas de aficionados con sobreros de paja toquilla. Si, ¡de los nuestros! 
Pueden verse no solamente en el paneo de las cámaras a nivel de la cancha sino, sobre todo desde arriba, y son cientos.
La mayoría de quienes los usan se encuentra en los lugares más importantes de los graderíos, pues mientras más suben éstos, más aparecen las gorras de visera.

Nuestro típico sombrero de paja ha seguido un largo camino desde las manos callosas de los tejedores de Gualaceo o Montecristi, hasta llegar al cenit de la moda en la Ciudad Luz. Y relucen, blancos, con fajas rojas, verdes y azules. Las revistas deportivas escribirán al día siguiente que Rafael Nadal, el español, ganó su noveno torneo de París, uno de los del Grand Slam, pero dirán también que los espectadores usaron sobreros que vienen  del Ecuador.

El partido fue emocionante y lo fue más ver  nuestros sombreros en este espectáculo mundial, derrotando al plástico y a las fibras sintéticas, como muestra de una obra personal y única. 

Publicado el 11 de junio de 2014

miércoles, 4 de junio de 2014

García Márquez: la música de la "x" a la "b"

Cuando García Márquez pidió a Totó la Momposina que le acompañara a la Academia Sueca del Nóbel,  se llevó consigo a Estocolmo  la fusión andina-caribe de la cultura colombiana.

Ese extraño nombre, Mompox, no se parecía a ningún otro: una denominación geográfico terminada en “x”, en un país como los nuestros, no es nada común. Lo cierto es que esa ciudad que se llama la Villa de Santa Cruz de Mompox tiene casi 480 años de existencia y está, como no podría ser de otra manera, en la antigua Gobernación de Cartagena.

García Márquez amó los vallenatos, esa otra música, romántica y tristona, en que el acordeón tiene figura predominante. El vallenato transmitía las imágenes de la vida cotidiana de los pueblos de Valledupar y de todo el Caribe. No llegó a nosotros sino mucho después que la cumbia, el porro y el guapalé, que se bailaban en las fiestas juveniles, siguiendo un orden muy estricto: primero las cumbias, que incluían  toda la música tropical, después los boleros (que poco a poco fueron reemplazados por las baladas) y por último la música nacional.

Los libros volvieron universal a García Márquez, lo que significó no solamente que todos le conocieran sino que él mismo consideró que debía conocer el mundo. Este requerimiento interior englobó también la música y, como tantos, empezó tal vez por lo más fácil: escuchar a los barrocos, brillantes y sensitivos, transmisores de sonidos casi gráficos. Y siguió, casi como en una letanía, con la letra “b”. Vinieron después Bach, Beethoven, Brahms y Bartók.

No podía ser de otra manera y, antes de pasar a la siguiente letra del abecedario, García Márquez conoció también a los Beatles.

Quedó fascinado, primero con la música y luego con la letra de estas canciones, escritas tan lejos del Caribe y, sin embargo, tan cercanas: le impresionó especialmente la soledad que transmitía Eleanor Rigby y equivocadamente dio a John Lennon más crédito en su creación que lo que correspondía, olvidando a Paul McCartney.

En 1980 García Márquez escribió con maestría: “la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles.” Sin embargo se quedó corto: esta nostalgia se transmite también a los nietos. 

Publicado el 4 de junio de 2014