miércoles, 19 de marzo de 2014

Carabina de motas

¡Y allí está! El caramanchel de papel periódico, con los chicles y las figuritas pegados en círculos sobre pintura roja, en extraños giros que parecen emular a las vueltas que dan las aspas de los castillos.

A su lado, dos carabinas de aire con sus culatas de madera apoyadas en los adoquines del parque, esperando que las levantemos. Y la mota: una punta metálica, que entraba justo en el cañón, delante de la escobilla que la empujaría a lo largo del cilindro por la fuerza del aire comprimido.


El propietario del juego grita con fuerza, llamando la atención, innecesaria por la atracción magnética que el arma tiene en los muchachos. Éstos se acercan, buscando en los bolsillos cuantos sucres o cinqueños quedan para calcular el número de disparos que podrán intentar.

La carabina no es ligera pero se ajusta bien al hombro. Ha sido previamente cargada por el gestor del juego, que ha bombeado con fuerza el arma  al cerrarla.

Hay que guiñar un ojo para apuntar bien. En la noche y con poca iluminación no es fácil lograr que la mira pueda fijar el objeto deseado. ¡Está listo el disparo! La línea recta entre el ojo, la “v” que está cercana y la punta que ha dejado de temblar al final del cañón, insinúan que el disparo será certero.

El dedo nervioso aprieta el gatillo y la mota sale disparada hacia el lugar menos pensado. Indudablemente la carabina está “truqueada”, pues tiene la mira torcida.

En un nuevo disparo la punta metálica sale bien, pero parece que no tiene la agudeza ni fuerza necesarias para que se mantenga clavada en la cajita amarilla de goma de mascar, y cae al suelo, lo que lleva en seguida al encargado a decir en alta voz: “¡el siguiente!”

¿Por qué esa fascinación con el arma maltrecha? Tal vez recuerdos infantiles de las películas de Durango Kid, vistas en el Teatro Salesiano, o del Llanero Solitario, cuando su compañero se llamaba “Toro” y no “Tonto”, como racista y despectivamente aparece en la versión original. 

Cada tiro a la caja de chicles, al muñequito, al chupete, lleva al muchacho a verse de cowboy y no como el estudiante pobre que mañana debe volver a la escuela, a soñar mientras escucha la jerigonza del insufrible profesor, hasta que llegue el próximo disparo.  

Publicado el 19 de marzo de 2014

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